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El privilegio de abortar | Especial - ElFaro.net
 

 

 
 
 

 El corazón de Claudia Veracruz Zúniga no resistiría mucho tiempo más el embarazo. Eso dijeron los médicos. A inicios de 2017, cuando tenía 20 semanas de gestación, le diagnosticaron un problema cardíaco que debía atenderse con urgencia. Su corazón era tres veces más grande de lo normal y funcionaba solo a un cuarto de su capacidad, por una condición previa al embarazo que no conocía. Ella, que vivió toda su vida en una colonia popular de los Planes de Renderos, ama de casa a tiempo completo desde los 17 años, estaba poco habituada a médicos y menos aún al lujo de un chequeo preventivo. Los médicos que la atendieron en el Hospital Nacional de la Mujer de San Salvador recomendaron lo que, según su convicción, la ciencia médica sugería en este caso para salvar su vida: interrumpir el embarazo.

Cada 2 de noviembre, día de los difuntos, Claudia Zúniga enfloraba a sus parientes fallecidos. En noviembre de 2017, su familia decoró su tumba con flores y un retrato para conmemorar la tradición que ella lideraba. 
Cada 2 de noviembre, día de los difuntos, Claudia Zúniga enfloraba a sus parientes fallecidos. En noviembre de 2017, su familia decoró su tumba con flores y un retrato para conmemorar la tradición que ella lideraba. 

“Cuando vimos todos los exámenes que le hizo el cardiólogo pensamos que de milagro estaba viva”, dice el obstetra Ronald López, quien la atendió en el Hospital Nacional de la Mujer, “que no iba a aguantar a llegar ni a las 28 semanas”. Claudia, sin embargo, fue trasladada al Hospital Rosales y otro cardiólogo aseguró que podía esperar hasta que el feto madurara.

Semanas más tarde, el 28 de marzo de 2017, murió sin que a sus médicos se les permitiera frenar la gestación. Tenía 34 años. Dejó a tres hijos huérfanos.

Claudia, quien por años fue una dinámica organizadora de actividades sociales en su comunidad, pasó sus últimos meses de vida esclava de la cama de tres hospitales: el de la Mujer —conocido coloquialmente como hospital de maternidad—, el Rosales y el Médico Quirúrgico. Su familia recuerda que de niña le gustaba hacer largas caminatas y subir a los árboles entre regaños de su mamá. En su últimos 41 días escuchó los regaños de las enfermeras, que le prohibían moverse salvo para ir al baño.

La muerte de Claudia es una más en el registro de muertes maternas prevenibles del Ministerio de Salud. Se entiende por muerte materna el fallecimiento de una mujer debido a complicaciones del embarazo, del parto o del posparto, y las causas se clasifican oficialmente como directas o indirectas. Las directas son las causadas por complicaciones estrictamente obstétricas, producto de intervenciones, omisiones de tratamientos o tratamientos incorrectos. Las indirectas indican la existencia de una enfermedad previa al embarazo o que evoluciona durante el mismo.

En la última década, El Salvador ha reducido progresivamente su tasa: en 2009 se registraron 51 defunciones por cada 100 mil nacidos vivos; según el boletín de indicadores del Sistema Nacional de Salud 2016-2017. Para 2012 la cifra había bajado a 42.3, y descendió a 38 en 2013. En 2014 subió hasta 52 casos por cada 100 mil nacimientos, pero en 2015 bajó de nuevo a 42.3 y en 2016 cayó a 27.4.

Aunque hay avance, las cifras esconden una importante deuda sanitaria en El Salvador: según el propio Ministerio de Salud (Minsal), más del 90 % de las muertes maternas registradas en el país son prevenibles. El Minsal define como muertes prevenibles todas aquellas que “sucedieron debido a un manejo inadecuado, descuido en su atención hospitalaria, diagnóstico incorrecto, falta de recursos materiales o humanos para la atención”. Por eso, para la Organización Mundial de la Salud la mortalidad materna es un indicador de desigualdad en el acceso a información y servicios de salud.

La de Claudia fue, coinciden sus médicos, una muerte prevenible. No parecen ponerse de acuerdo en cambio sobre cómo debió haberse evitado. Unos aseguran que, de haber sabido que tenía un problema de corazón, su mejor opción para no arriesgar la vida hubiera sido no embarazarse por cuarta vez. Otros que, dado que ella no lo sabía y quedó embarazada, la opción preventiva hubiera sido, desde el punto de vista clínico, abortar.

Aunque en esta materia no puede haber certezas sobre el desenlace según distintos escenarios, los primeros médicos que atendieron a Claudia dicen tener la seguridad de que el camino que ofrecía menos probabilidades de muerte para Claudia era la interrupción de la gestación. “Si se le hubiera interrumpido su embarazo probablemente estaría viva”, dice Ronald  López. “El problema es que el embarazo agravó su enfermedad cardiovascular”.

Claudia lo supo. Dos de los médicos que la atendieron le explicaron que, si no interrumpía el embarazo, su corazón podía sucumbir ante el esfuerzo y perderían la vida tanto ella como su bebé. Claudia escuchó, lo pensó y consintió que se tramitara el aborto. Pero el sistema público de salud la llevó en sentido contrario.

Dos décadas atrás tal vez hubiera tenido otra suerte. La reforma penal que tipificó como crimen todo tipo de aborto y cualquier ayuda para llevarlo a cabo entró en vigencia el 10 de enero de 1998: “El que provocare un aborto con el consentimiento de la mujer o la mujer que provocare su propio aborto o consintiere que otras personas se lo practicaren, serán sancionados con prisión de dos a ocho años”, dice el artículo 133 del Código Penal. Hasta entonces existían tres excepciones a la prohibición de interrumpir el embarazo: por violación, porque se previera la inviabilidad de la vida extrauterina, o porque la gestación representara una amenaza para la vida de la madre.

La reforma, aprobada en la Asamblea Legislativa el 20 de abril de 1997, fue promovida por la presidencia de Armando Calderón Sol y el entonces ministro de Salud, Eduardo Interiano, y se resolvió con mayoría simple. Arena, entonces en el poder, tenía 42 de los 43 votos necesarios. Pero cerrar la puerta al aborto desde una ley secundaria no fue suficiente para los legisladores, que diez días después, el 30 de abril, votaron por un blindaje constitucional para reconocer la vida, según rezaba el nuevo texto, "desde el momento de la concepción". La entrada en vigencia de esta reforma a la Constitución de El Salvador dependía, no obstante, de que se ratificara en el siguiente período legislativo. El 3 de febrero de 1999, 72 de los 84 diputados del periodo 1997-2000 dieron su voto, incluidos algunos del izquierdista FMLN, partido que votó dividido: 15 de sus 27 representantes respaldaron la ratificación de la reforma que terminaba de poner un candado a la legislación sobre aborto .

Estos diez casos ilustran los distintos escenarios y condiciones para someterse a la interrupción de un embarazo en El Salvador, un país con una de las legislaciones más duras contra esta práctica. Hombres y mujeres confirman aquí, detrás de un velo, que el aborto es practicado clandestinamente por profesionales, estudiantes, jóvenes y adultos de todas las clases económicas y sociales. A pesar de las prohibiciones legales, en El Salvador se aborta. Y el aborto, incluso cuando se practica siempre de manera clandestina, refleja también la desigualdad: Mujeres que se someten a una práctica rudimentaria, sin control de un especialista y sin las condiciones mínimas de higiene; mujeres con las condiciones económicas para someterse a un tratamiento privado, dentro o fuera del país, en condiciones óptimas para su salud y beneficiadas también con el silencio de las clínicas privadas; un hombre que trafica pastillas abortivas en un mercado negro que le permite aprovecharse de la desesperación de mujeres dispuestas a pagar costos elevados; un fantasma que practica abortos sin conocimiento médico a mujeres desamparadas en las comunidades más pobres y marginales del país; un menor de 14 años, sentenciado a crecer sin una madre por el castigo riguroso que el estado impone a las mujeres pobres que sufren emergencias obstétricas. A las penas previstas en la legislación, de hasta treinta años de prisión, las personas aquí retratadas se exponen también al estigma social.
Estos diez casos ilustran los distintos escenarios y condiciones para someterse a la interrupción de un embarazo en El Salvador, un país con una de las legislaciones más duras contra esta práctica. Hombres y mujeres confirman aquí, detrás de un velo, que el aborto es practicado clandestinamente por profesionales, estudiantes, jóvenes y adultos de todas las clases económicas y sociales. A pesar de las prohibiciones legales, en El Salvador se aborta. Y el aborto, incluso cuando se practica siempre de manera clandestina, refleja también la desigualdad: Mujeres que se someten a una práctica rudimentaria, sin control de un especialista y sin las condiciones mínimas de higiene; mujeres con las condiciones económicas para someterse a un tratamiento privado, dentro o fuera del país, en condiciones óptimas para su salud y beneficiadas también con el silencio de las clínicas privadas; un hombre que trafica pastillas abortivas en un mercado negro que le permite aprovecharse de la desesperación de mujeres dispuestas a pagar costos elevados; un fantasma que practica abortos sin conocimiento médico a mujeres desamparadas en las comunidades más pobres y marginales del país; un menor de 14 años, sentenciado a crecer sin una madre por el castigo riguroso que el estado impone a las mujeres pobres que sufren emergencias obstétricas. A las penas previstas en la legislación, de hasta treinta años de prisión, las personas aquí retratadas se exponen también al estigma social.

Los planes de vida de Claudia eran sencillos: envejecer junto a su esposo y ver convertidos en profesionales a sus hijos. Lo cuentan su madre, su hermana: había abandonado sus estudios en noveno grado, a los 17 años, al quedar embarazada por primera vez. Dio a luz a David en el año 2000 y desde entonces dedicó su vida al hogar y la crianza. Luego vinieron Diego, en 2007, y Fabiola, en 2012. Fabiola aún no tenía cinco años cuando su madre ya pensaba en organizarle una fiesta en grande cuando cumpliera quince. Fabiola, que aún pregunta de vez en cuando en qué momento volverá mamá a casa, probablemente entenderá cuando cumpla 15 años que el Estado salvadoreño desoyó el consejo de los médicos; que su madre tal vez estaría viva si la desigualdad en la sociedad salvadoreña no se expresara también en el acceso a interrumpir el embarazo. Porque abortar, en un país con prohibición absoluta del aborto, sí es posible si se está por encima del rasero de la pobreza.

El Salvador es una de las seis naciones en el mundo con la legislación más restrictiva en materia de aborto, junto con Malta, República Dominicana, Nicaragua, Honduras y el Vaticano. Pero aunque la vía legal esté completamente cerrada, en realidad el aborto sí es una opción para personas con algún recurso económico, o para quienes logran acceder a redes que prestan el servicio en la clandestinidad. El Faro recogió testimonios de mujeres que, como Claudia, decidieron interrumpir su embarazo, pero que a diferencia de ella pudieron hacerlo. Ninguna estuvo en peligro de morir o de ir a la cárcel. Para todas significó la oportunidad de continuar con su proyecto de vida.

“Yo ya tenía una vida hecha y el bebé todavía no”

Siete años antes de Claudia, Adela estuvo en circunstancias médicas similares. En la séptima semana de gestación, los médicos le detectaron una anomalía que amenazaba su vida. Después de consultar con tres especialistas e intentar llevar el embarazo lo más lejos posible, decidió ponerle fin. Y lo hizo. Nunca, ni ella ni sus médicos, fueron tratados como criminales porque Adela estaba radicada en el extranjero, en un país donde el aborto no solo es legal, sino parte de los servicios de salud pública.

A diferencia de Claudia, Adela proviene de una familia de clase media y tuvo no solo la posibilidad de acceder a estudios universitarios sino también de estudiar una maestría fuera de El Salvador. Es hija única de una mujer con carrera profesional. Su padre ya falleció. Ella estudió en un colegio privado y católico de San Salvador, y obtuvo una licenciatura en una universidad privada. Nunca se había planteado seriamente ser madre hasta que un día de 2010 una prueba casera de embarazo le dio positivo. “La felicidad que sentí por saber que tenía un bebé dentro de mí fue una auténtica dicha, fue euforia”, recuerda. “Me pareció un milagro”.

Pero su embarazo era de alto riesgo. “Consulté tres médicos”, dice. “El primero me dijo que el bolso amniótico no se había abierto bien y que él no me aseguraba que el bebé pasara de los cinco meses, porque no iba a tener espacio para crecer”.

Los otros dos confirmaron ese diagnóstico y le ofrecieron dos opciones: interrumpir el embarazo o tomar hormonas para intentar abrir el saco. Le explicaron que la segunda opción entrañaba riesgo para ella, porque debido a sus problemas endocrinos el suplemento hormonal podía descompensar su organismo. “Cuando oí tres veces lo mismo sentí que el mundo me caía encima. Era esta decisión: ¿salvo a mi bebé, me salvo yo, nos salvamos los dos o nos morimos los dos?”

Optó por ponerse en riesgo y comenzó el tratamiento hormonal. Casi de inmediato su cuerpo reaccionó con dolores agudos, insomnio, estreñimiento, sangrados, debilidad, pérdida de peso y presión muy baja. Cuando se acercaba a la undécima semana de gestación, la gravedad de su estado hizo que los médicos la hospitalizaran. Para entonces el saco amniótico seguía enrollado y el feto había dejado de crecer.

“Yo oraba y oraba a Dios”, cuenta. “A la gente que viene y juzga a las mujeres (que abortan) les digo que toda decisión tiene consecuencias, y una lo que hace es poner en una balanza con qué consecuencias va a poder vivir y con cuáles definitivamente no”.

Adela decidió terminar con la gestación.

En El Salvador se lo hubieran impedido, o la hubieran perseguido. Le preguntamos si piensa que, como dice la ley salvadoreña, cometió un crimen: “No, para nada. Lo que hice fue una decisión de salud. Hay gente que solo dice ‘mataste al bebé’ y otra que puede decir: ‘¿por qué pensó en usted?’ Yo les respondo: ‘porque yo ya tenía una vida hecha y el bebé todavía no’. Aunque a algunos les parezca que soy un monstruo, estoy segura de que muchos en esas mismas circunstancias habrían hecho lo mismo. A quienes puedan juzgar que caigo en el relativismo moral les digo que Dios es amor y que sé que soy su hija amada, y que también sé que él estuvo conmigo en ese momento. Y esto lo sé porque él me puso en las mejores circunstancias en que eso pudo haberme pasado. Si me hubiera pasado en El Salvador yo estaría muerta o estaría en la cárcel”.

Tiene argumentos para pensar que podría estar en prisión. Ahora mismo en El Salvador hay 28 mujeres que cumplen penas de hasta 40 años acusadas de haber interrumpido voluntariamente su embarazo. Inicialmente fueron denunciadas por aborto, pero en el proceso la Fiscalía cambió la tipificación del delito a homicidio agravado, debido a que en todos los casos se habían superado las 20 semanas de gestación. Todas ellas tuvieron partos extrahospitalarios. Todas alegan haber tenido problemas obstétricos no atendidos. Todas son de escasos recursos económicos.

Este tipo de casos han cobrado máxima relevancia pública en El Salvador desde 2014, cuando la Colectiva Feminista y la Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto Terapéutico, Ético y Eugenésico lanzaron la campaña Una flor por las 17. Con ella pedían el indulto para diecisiete mujeres encarceladas, que ya habían agotado sus posibilidades de defensa judicial, y la revisión de penas para una decena más que, según las organizaciones, fueron condenadas “sin contar con el apoyo legal adecuado para ser escuchadas y defenderse”.

Como le sucedió a María Teresa Rivera, acusada de haber asfixiado en 2012 a su hijo recién nacido. La diferencia entre su caso y el de las otras 17 es que su pena aún podía ser apelada. De hecho fue anulada el 20 de mayo de 2016, aunque la Fiscalía intentó procesarla nuevamente. Ante el riesgo de volver a la cárcel, donde había pasado ya cuatro años, ella pidió refugio a Suecia con el argumento de que sufría persecución de un Estado que no garantizaba ningún tipo de protección de sus derechos. El 21 de marzo de 2017 le fue otorgado. Desde entonces, María Teresa vive una suerte de exilio en el norte de Europa.

Casos como este han sido cuestionados por organismos nacionales e internacionales de defensa de los derechos humanos, que alegan que el sistema judicial salvadoreño basó las condenas en pruebas cuestionables. En el juicio que en 2012 terminó con su condena a 40 años de cárcel, María Teresa Rivera y su defensa alegaron que ella había sufrido un aborto espontáneo, pero ni la Fiscalía ni el juez del caso lo creyeron. En 2016, el juez que revisó y anuló esa condena determinó que había sido sentenciada sin pruebas suficientes “que determinaran que fuera ella la que le quitara la vida a su hijo”.

La situación salvadoreña trascendió fronteras y ya ha ameritado pronunciamientos, mociones o intervenciones directas de Amnistía Internacional, Naciones Unidas y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En lo doméstico, la exprocuradora adjunta para la defensa de los derechos de la mujer, Rosalía Jovel, ha calificado la ley actual como un retroceso: “Estos casos son producto de la situación de retraso jurídico que se dio en nuestro país al penalizar absolutamente el aborto”, dijo a El Faro en una entrevista televisiva en enero de 2017.

ONU: la prohibición absoluta es una forma de tortura

La atención internacional comenzó a volcarse sobre la legislación salvadoreña en 2013, cuando las autoridades de salud se opusieron a la recomendación médica de interrumpir el embarazo de una joven mujer conocida como Beatriz, quien padecía lupus y gestaba un feto que no había desarrollado cerebro. El pronóstico era rotundo: el feto tenía cero posibilidades de desarrollarse para vivir fuera del útero. Pero el Estado, como ocurriría después con Claudia, decidió, contra la advertencia de sus médicos, que Beatriz debía continuar con su embarazo bajo estricta vigilancia. Desde la apreciación de que las probabilidades de muerte de Beatriz no eran más altas que las de sobrevivir, el Estado lanzó los dados, con la salvaguarda de permitir que, si surgía riesgo de muerte inminente para la madre, se la interviniera de urgencia. La Sala de lo Constitucional también se rehusó a otorgar el amparo que habría permitido a Beatriz abortar. Al alcanzar la semana 27 de embarazo, el 3 de junio de 2013, se le practicó una cesárea, con el subterfugio de considerar esta intervención, por el estado avanzado de la gestación, un parto inducido y no un aborto.

Si la barrera de las 20 semanas supuso para las 17 un agravante y las condenó a penas mayores, la de las 26 semanas, que delimita la viabilidad teórica del parto, sirvió en este caso a los intereses políticos de un Gobierno bajo escrutinio internacional. El bebé, como estaba anticipado, murió a las pocas horas de nacer.  Beatriz fue ingresada en cuidados intensivos y más adelante esterilizada.

De alguna manera, las autoridades habían ganado una apuesta: Beatriz no murió. Y perdido otra: la de los Derechos Humanos ante la comunidad internacional. La Corte  Interamericana de Derechos Humanos emitió sobre el caso de Beatriz una serie de medidas provisionales y llegó a ordenar al Estado salvadoreño que garantizara con todos los recursos necesarios la vida de Beatriz y su integridad. La Corte consideró “inadmisible” que a una mujer se le someta a una situación en que se le prohíbe acceder al servicio de salud que puede poner fin a la amenaza sobre su vida, y reconoció por primera vez que en circunstancias como la de Beatriz la mujer tiene derecho no solo a que se proteja su vida sino a que se respete su salud mental.

En los últimos cinco años la comunidad internacional ha hecho llamados urgentes a los gobernantes salvadoreños para que reformen la ley: En 2013, en reacción al caso de Beatriz, la Organización de Naciones Unidas pidió urgentemente que El Salvador revisara la legislación sobre el aborto, ya que considera que la prohibición absoluta es una forma de tortura hacia las mujeres y las niñas. Ante el inmovilismo de las autoridades, y los movimientos de resistencia al cambio en un país sumamente conservador, en 2014 la Organización de Estados Americanos (OEA) llamó la atención sobre la posibilidad de que se vuelvan a permitir interrupciones de embarazo en tres causales específicas: el aborto terapéutico en caso de que la vida de las mujeres corra peligro; el ético en caso de violaciones; y el eugenésico en caso que el feto no tenga posibilidad de vida extrauterina.

De hecho, El Salvador es firmante de convenios y tratados internacionales en materia de derechos humanos que contradicen lo establecido en el artículo 133 del Código Penal, entre ellos el Convenio para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés), firmado y ratificado por El Salvador en 1981, y el Consenso de Brasilia, suscrito en 2010. “[...] En la medida de lo posible, debería enmendarse la legislación que castigue el aborto, a fin de abolir las medidas punitivas impuestas a mujeres que se hayan sometido a abortos”, reza una de las recomendaciones del CEDAW.

El 23 de octubre 2017, la instancia inmediatamente inferior a la Corte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), hizo un llamado a los Estados parte de la Convención Americana de Derechos Humanos para que adopten medidas integrales e inmediatas para respetar y garantizar los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres “en el entendido de que la denegación de la interrupción voluntaria del embarazo en determinadas circunstancias constituye una vulneración a los derechos fundamentales de las mujeres, niñas y adolescentes”. Por primera vez este organismo dice que el aborto es una vulneración a los derechos de las mujeres. Siete meses antes, Claudia y su hijo habían muerto en el Hospital Médico Quirúrgico.

A 20 años de la reforma de 1998, la ley sigue blindando la posibilidad de que una mujer decida, sin temor a tener consecuencias legales, interrumpir un embarazo. Sin embargo, en la Asamblea Legislativa se están estudiando dos iniciativas para despenalizar el aborto en las tres causales planteadas por la OEA. Una de ellas fue presentada por la diputada Lorena Peña, en noviembre 2016, del partido en el gobierno, el FMLN, y la otra por el diputado Johnny Wright, del partido Arena, en agosto 2017. Desde que se criminalizó todo tipo de aborto, es la primera vez que se hacen propuestas formales para legislar las excepciones a persecución penal cuando se interrumpe un embarazo.

Hasta el último semestre de 2017, en la Asamblea había 41 de los 43 votos necesarios para aprobar la reforma al Código Penal. Sin embargo, también desde el Legislativo se alzaron voces que, en lugar de proponer que se discuta una flexibilización de la ley, demandaron que el aborto se castigue no con un máximo de ocho años de cárcel, sino con hasta 50 años de prisión. El diputado Ricardo Velásquez Parker, de Arena, encabezó esa moción y dijo que era necesario equiparar el castigo por aborto a la pena por homicidio, porque de esa forma el Estado garantizaría el respeto a la vida “de los más vulnerables”. 

Una cadena de diagnósticos errados

Claudia llegó al Hospital Nacional de la Mujer el 16 de febrero de 2017. Estaba en la espinosa frontera de la semana 20 de embarazo. “Era una receta para el desastre”, explica el obstetra Ronald López. Con un corazón sin apenas capacidad de bombeo, consideraba un riesgo innecesario intentar llevar a término el embarazo. Consultó a Claudia. Le dijo que, si ella estaba de acuerdo con que se le interrumpiera la gestación, él tramitaría el permiso correspondiente ante un organismo del hospital constituido por las jefaturas de todas las especialidades y que es el responsable de tomar decisiones, dice el doctor, “en casos complicados”.

Esa mañana Claudia se había despedido de sus hijos con la certeza de que los vería por la tarde, pero terminó hospitalizada. Pasaría en una cama de hospital el mes siguiente y solo pudo despedirse de sus hijos por medio de cartas. Había llegado a consulta quejándose de dificultades para respirar, de problemas de movilidad y de una exagerada hinchazón en los pies que hizo que la piel se le abriera, sin saber bien qué le sucedía.

Claudia vivía con su esposo y sus tres hijos apretujados en un cuarto de dos por tres metros en la casa de su mamá, Ana Yolanda Franco. En una habitación amueblada con una cama, un camarote y una mesita de noche. Cuando quedó embarazada por cuarta vez y comenzó a sentir malestar, en casa creyeron que era preeclampsia. Su hermana Ana Argentina Franco veía similitudes entre los síntomas de Claudia y los que ella misma había padecido ocho años antes durante su embarazo.

 

Diego Esaú permanece en la habitación donde dormía junto a su madre y su hermana. Poco después de la muerte de Claudia, su papá decidió mudarse junto a ellos para intentar rehacer su vida. Ellos visitan cada fin de semana a sus abuelos. 
Diego Esaú permanece en la habitación donde dormía junto a su madre y su hermana. Poco después de la muerte de Claudia, su papá decidió mudarse junto a ellos para intentar rehacer su vida. Ellos visitan cada fin de semana a sus abuelos. 

La presunción de Ana estaba errada. Pero el diagnóstico de los primeros médicos que la atendieron lo estaba aún más: el primer diagnóstico que le dio el sistema público de salud,  tanto en la unidad de salud de los Planes de Renderos como en el Hospital Nacional “Dr. José Antonio Saldaña” fue que su malestar se debía al sobrepeso. El tratamiento que le recetaron fue hacer dieta.

Su madre buscó una tercera opinión. “Para nosotros no tenía sentido que solo le dijeran que estaba gorda”, dice ahora. Acudieron a la unidad de salud de San Jacinto, en la periferia de la capital como los dos anteriores. Allí, la médico que la atendió confirmó el diagnóstico, pero tuvo el acierto de proponer que visitaran el Hospital Nacional de la Mujer, un centro de más recursos, para hacer una consulta con nutricionistas.

A eso llegó Claudia al hospital el 16 de febrero. Y a la nutricionista le bastó con observarla para saber que su problema no tenía nada que ver con la alimentación. Pidió que se le hiciera un ecocardiograma. El examen mostró que el corazón apenas bombeaba a un 29 % de su capacidad, cuando lo normal para una persona sana es un 75 %. Claudia tenía las arterias tapadas y su corazón había crecido hasta cubrir buena parte del pecho.

Aunque el diagnóstico fue de gravedad, Claudia sintió alivio: por fin le decían algo que encajaba con lo que ella sentía. Los médicos descubrieron que, al contrario que ella, el feto estaba sano. Pero tras evaluar su condición y el tiempo de gestación, obstetra e intensivista le ofrecieron un salvavidas: interrumpir el embarazo. Aún estaban a tiempo.

Las 20 semanas de gestación marcan el límite procedimental y teórico para practicar un aborto, aunque según la teoría médica lo ideal es hacerlo dentro de las primeras 12 semanas. Entre otras razones, porque el cuerpo de las mujeres ha experimentado pocos cambios significativos y el sangrado a la hora de intervenir es menor. El peso del feto también incide en que se prolongue el límite hasta la semana 20: si en ese lapso aún no ha superado los 500 gramos se considera seguro hacerlo. Consideraciones técnicas que para los médicos en países con legislación más abierta se relacionan con un procedimiento más. Cálculos cuyo valor se vuelve relativo en El Salvador, donde la ley ata de manos a los profesionales.

Mientras las manos de los médicos de Claudia estaban sujetas por el sistema, hay cada día otras que sortean la prohibición absoluta. La historia de Adela, la salvadoreña que abortó en el extranjero, en un hospital público y sin riesgo de cárcel, tiene su paralelo en El Salvador lejos de la mirada de las leyes. En 2012, cuando la Justicia condenó a 40 años de cárcel a María Teresa, la prohibición absoluta del aborto tenía 14 años de vigencia en el país. Ese mismo año, Rebeca supo que estaba embarazada. Y, más adelante en el embarazo, supo que tenía un feto inviable con la vida extrauterina.

“Sentía que mi bebé no era feliz, que estaba sufriendo”

El mundo de Rebeca es diametralmente opuesto al de Claudia: nunca necesitó poner un pie en un centro de salud público, puesto que tenía dinero suficiente para costearse el tratamiento en un hospital privado. Y fue desde el principio consciente de que esos recursos también le garantizarían, de facto, inmunidad ante una normativa penal que se aplica con especial diligencia en el sistema público.

Se lo dijo con claridad la ginecóloga que la atendió en un hospital privado de la capital: no solo le ofrecía la posibilidad de interrumpir su embarazo sino también total seguridad, a ella y su pareja, de una operación sin riesgos y de que ni médicos ni paciente se expondrían a una persecución legal. Y así lo hicieron. “Fue bien duro, pero fue lo mejor”, dice Rebeca de su decisión de abortar. “Y si volviera a pasar por ese proceso, lo hiciera exactamente igual. Por mí, por el bebé, por mi pareja y por mi hija”

Rebeca abortó en el año 2012 en un hospital privado de San Salvador. Ella y su pareja gozaban de un seguro médico que cubría todo su tratamiento. Rebeca se practicó un aborto terapéutico por una malformación que haría inviable la vida de su bebé.
Rebeca abortó en el año 2012 en un hospital privado de San Salvador. Ella y su pareja gozaban de un seguro médico que cubría todo su tratamiento. Rebeca se practicó un aborto terapéutico por una malformación que haría inviable la vida de su bebé.

Rebeca tiene hoy casi 40 años. Es una profesional que se mueve en el sector empresarial, independiente económicamente y es ahora soltera. Estudió en un colegio católico privado regentado por monjas, se casó a los 20, tuvo una hija y un par de años después se divorció. En 2009 conoció a R y dos años después la pareja decidió que quería tener un hijo. Se ilusionaron. Lo intentaron.

“Rápido quedé embarazada”, dice Rebeca. “Estábamos bien felices. Me acuerdo hasta del día en que quedé embarazada, porque después de tener relaciones nos pusimos a bromear con que yo pusiera las piernas hacia arriba y los dos pusimos los pies en la pared. ¡Y quedé embarazada!”

La alegría duró poco. En la primera ultrasonografía, a las nueve semanas de embarazo, su doctora identificó algo extraño en el feto. En el quinto mes de embarazo, en la semana 20, por fin les precisó la mala noticia: el bebé tenía malformaciones.

“Durante todo ese tiempo fue un gran sufrimiento para los dos… la incertidumbre. Yo tenía mucho miedo y él se puso súper triste”, recuerda. “El bebé tenía un montón de enfermedades y malformaciones, y las posibilidades de vida al nacer eran como del 0.01 %. Tenía una manita en forma de garra, un piecito doblado, tenía un tumor gigante...”

Después hacerse exámenes en Estados Unidos para confirmar las anomalías, Rebeca y R decidieron, juntos, interrumpir el embarazo. “Los dos lo teníamos súper claro y fue una decisión muy dura para mí. Pero ya no tenía sentido seguir, porque no había ninguna esperanza de que viviera”, dice ella. Comenzó entonces la carrera para encontrar un lugar en el que terminar la gestación. Buscaron y buscaron, pero no encontraron. Fue su ginecóloga la que finalmente les ofreció una solución. “Ella era bien religiosa y creyente en Dios, pero igual nos ayudó. Se la jugó fuerte, fuerte, fuerte”, cuenta Rebeca. Le indujeron el parto. “Fue durísimo, porque me hicieron parirlo. Recuerdo el sonido de la fuente reventándose, ese sonido, el agua cayendo... El recuerdo de ese sonido todavía me atormenta. Luego me durmieron para hacerme un legrado”.

R y Rebeca enfrentaron la pérdida del bebé cada uno por su lado. Él se deprimió y ella se dedicó de lleno a un nuevo trabajo y a su hija. La relación se fue deteriorando hasta que finalmente decidieron seguir caminos separados. “A veces pienso qué hubiera sido de nuestras vidas si hubiéramos tenido al bebé”, refrexiona Rebeca, “pero es que yo sentía que el bebé estaba sufriendo, que no era feliz. Era como nacer enfermo, ¿para qué? Era demasiado fuerte tener un bebé así, que no iba a vivir. Y no, no siento ninguna culpa. Creo que hicimos lo correcto”.

Violeta Menjívar, ministra de Salud y exdiputada del FMLN, admite los inconvenientes de la penalización absoluta. “Esta discusión debe sacarse del debate politiquero y enfocarse en resolver un problema de salud pública, cuya connotación negativa más importante es lo que sufren las mujeres”, dice. “Pero la penalización absoluta también la sufren los operadores de salud, para quienes implica una serie de dificultades porque ellos tienen aprehensiones de aplicar maniobras quirúrgicas para salvar la vida de la mujer”.

Algo similar expresa Adelaida de Estrada, directora del Hospital Nacional de la Mujer, que subraya que la legislación entorpece los procedimientos estrictamente técnicos que deben ser aplicados ante una paciente con alto riesgo de muerte, o con un producto de la concepción incompatible con la vida extrauterina: “Esto es un problema de salud pública y así debe verse y darle una solución”.

En el sistema público salvadoreño, el protocolo indica que ante una situación de alto riesgo se debe estabilizar a la paciente y vigilarla para que la gestación avance lo más posible o llegue a término. “Tenemos una condición legal y respondemos a ella”, dice De Estrada. “Nosotros no hacemos interrupciones del embarazo. Nosotros mejoramos las condiciones de la madre y del bebé para sacarlos a ambos”.

El Faro buscó a las voceras de la Fundación Sí a la vida para cotejar sus argumentos en contra del aborto aun en los casos en los que la vida de la madre está en riesgo de muerte, como el caso de Claudia. Hasta el cierre de este texto, no dieron respuesta.

En el caso de Claudia esta fue la decisión institucional, aunque la versión de la directora del Hospital de la Mujer no coincide del todo con la de los médicos que la atendieron y le hicieron ver el 17 de febrero sus opciones.

Al saber que se arriesgaba a morir, Claudia consultó con su madre, Ana Yolanda Franco, y esta le recomendó seguir el consejo de los médicos: “Tenés que pensar en tus hijos: ellos te necesitan viva”, cuenta que le dijo. Claudia asintió y se lo comunicó a los médicos. La dirección del hospital asegura ahora que solo supo de la recomendación de interrumpir el embarazo cuando Claudia ya estaba en situación crítica, pero el obstetra Ronald López sostiene que él de inmediato comunicó su recomendación. “Yo hablé con la jefa del departamento obstétrico y le dije: ‘mire, tenemos esta situación. Le hemos planteado la interrupción del embarazo a la paciente’”. Recuerda que ella le respondió lo ya sabido: que eso era ilegal. Él le dijo que estaba consciente de la restricción legal y que por eso pedía que ella, como jefa del departamento, elevara el caso al comité constituido por todas las jefaturas.

Claudia pertenecía a una familia de gran tradición religiosa católica. Por eso, aunque estaban convencidos de que interrumpir el embarazo era la solución, también ellos creyeron que era su responsabilidad moral consultarlo con una instancia superior: su iglesia. La hermana de Claudia llamó al líder de su grupo y le planteó la situación. Su interlocutor se limitó a responder: “No decidan ustedes, que se haga la voluntad del Señor”.

“Es pecado, pero daré mis cuentas a Dios”

Sara también es una ferviente creyente. Nació y creció en una familia católica practicante, estudió en un colegio privado de monjas y con los años su fe solo se ha fortalecido. Es de las personas que invocan a Dios constantemente y le dan gracias cada vez que pueden. Sara cree que todo lo que le ha pasado y todo lo bueno recibido en su vida se debe a que Dios así lo ha querido.

Vive fuera de El Salvador. Tiene un buen trabajo, un esposo, una hija y, desde hace poco, una espaciosa casa nueva y propia. La compró en el país al que migró hace casi dos décadas, en 1999, con el plan de construir una nueva vida, de comenzar de nuevo. Pero unos meses antes de aquel viaje, estando todavía en El Salvador, supo que estaba embarazada y decidió abortar.

“Yo no podía tenerlo. Yo no podía mantener un hijo”, dice. En aquel momento era soltera. El padre era casado y ella no aspiraba a ningún tipo de relación formal con él. Además, su viaje para emigrar estaba ya planeado y pagado. “Yo pensé en mí sola, que yo sola no podía, que quedarme allá no podía”, explica desde el extranjero. “¿Irme con una panza? Lo pensé, ¿pero qué iba ir a hacer aquí con una panza?”

A través de una amiga, Sara consiguió el nombre de unas pastillas con las que podía abortar. Su pareja las compró en una farmacia de Santa Tecla. Ella tomó un par y se puso en la vagina otras dos. Unos meses después, hizo su viaje.

El farmacológico es uno de los métodos clandestinos más utilizados en El Salvador para practicarse un aborto. La demanda es tal que se ha creado un pequeño mercado negro de pastillas. El misoprostol, que generalmente se usa para prevenir úlceras gástricas, se comercializa a diario en dosis de seis tabletas por las que se puede llegar a pagar hasta 200 dólares. Al igual que los clientes, quienes satisfacen la demanda temen ir a la cárcel. Un comerciante ilegal de esta pastillas da pistas del pacto de silencio en que descansa esta práctica: “Después de entregar las pastillas se hace un acuerdo, nadie se conoce. Para no tener problemas a futuro. En la misma paranoia yo las entrego en bolsas plásticas y las agarro con guantes, para que no detecten mis huellas”, dice.

El misoprostol es el método que más utilizan las mujeres que se practican un aborto de manera clandestina. Un producto que el Ministerio de Salud compra a precios que van de los $ 0.15 a $ 0.30 por unidad. En el mercado negro, una pastilla puede alcanzar los 30 dólares. 
El misoprostol es el método que más utilizan las mujeres que se practican un aborto de manera clandestina. Un producto que el Ministerio de Salud compra a precios que van de los $ 0.15 a $ 0.30 por unidad. En el mercado negro, una pastilla puede alcanzar los 30 dólares. 

Sara cuenta que jamás pensó en contarle a su familia y criar a ese hijo con ayuda de ellos. “Jamás. Nunca. No me hubiera venido para este país”, dice. “Allá estuviera, no sé si casada o no, si con la universidad terminada o no... ¡Hubieran ido a madrear al hombre! Ni he pensado en eso. ¿Que si me afectó? Pues quizá fue todo tan rápido que no tuve ni tiempo de pensarlo. Como te digo, yo ya tenía el plan, hasta ya tenía la visa. Fue como si Dios me dijera ‘apartate de aquí, vámonos’”.

Se arrepintió, dice. Pero también repite que, si pudiera retroceder en el tiempo no cree que tomara una decisión distinta. “Sé que como católica, como creyente que soy, es pecado. Yo sé que es contradecirse, ¿pero yo qué podía hacer? Y sé que es algo de lo que yo voy a dar cuenta el día que esté frente a Dios”, reflexiona mientras piensa en algún castigo divino. “Aquí viene quizá lo contradictorio: cada quien es libre de hacer con su cuerpo lo que quiera, y yo, lo vuelvo a repetir, daré mis cuentas a Dios. Debería ser lo mismo para cualquier persona que ha abortado”.

El Estado exigió demasiado al cuerpo de Claudia

El tiempo voló en el Hospital Nacional de la Mujer. Un día los médicos recomendaron a Claudia abortar, al siguiente ella y su familia habían aceptado la recomendación médica. A las 7 de la mañana del 18 de febrero de 2017 su esposo se presentó para firmar el consentimiento de interrumpir el embarazo. Su sorpresa fue descubrir que Claudia ya no estaba allí: había sido trasladada de hospital sin previo aviso.

“La orden bajó de la dirección para que ella fuera trasladada al Hospital Rosales. Ya se había presentado su caso al jefe de cardiología de ese hospital sobre la base de que ella tenía un problema cardiovascular”, resume Ronald López.

La directora del Hospital de la Mujer justifica el traslado de Claudia explicando que el hospital de maternidad carece de cardiólogos a tiempo completo y de un quirófano equipado para una operación como la que podía necesitar si Claudia entraba en paro cardiaco. Rina Arauz, coordinadora del comité de morbimortalidad materna del Hospital Nacional de la Mujer, sostiene que, eventualmente, Claudia debía recibir un nuevo corazón: “Su único tratamiento, con o sin embarazo, era un trasplante”.

La orden de traslado suponía que Ronald López debía hacer un resumen del caso para uso de los médicos que atenderían a Claudia en el Rosales. En su informe recomendaba, de nuevo, que se presentara el caso al comité médico del Hospital Nacional de la Mujer. “Ellos iban a cuidar de su condición cardiovascular, pero en el Rosales no tienen ningún obstetra”, reclama.

El comité nunca fue convocado. Claudia fue trasladada la noche del viernes 17, el mismo día en que López había aconsejado el aborto. El sistema de salud había decidido privilegiar la atención al problema cardiaco de Claudia, con el propósito de cumplir el protocolo de prolongar lo máximo posible el embarazo.

La familia de Claudia pidió explicaciones a los nuevos médicos. Salomón Flores, el cardiólogo que la atendió en el Rosales, pidió calma y les aseguró que bastaba con tenerla en observación. Agregó que Claudia podía llevar el embarazo al menos hasta la semana 26 y que, por tanto, creía factible salvar la vida de madre e hijo.

En las semanas siguientes, los médicos corrieron con Claudia de un hospital a otro. El Rosales monitoreaba su corazón y la sacaba en ambulancia y de emergencia hacia el de la Mujer cada vez que se descompensaba. La última vez que Claudia volvió al hospital de maternidad fue el 25 de marzo, ya en trabajo de parto. Estaba por entrar a la semana 26. El pronóstico del cardiólogo del Rosales estuvo cerca de cumplirse.

Pero el organismo de Claudia no soportó más y sus pulmones colapsaron. Los médicos la intubaron. En aquellos días de ir y venir de un hospital a otro, su esposo había logrado incluirla como beneficiaria de su Seguro Social y pidió el traslado urgente a uno de los hospitales del ISSS. En el desigual El Salvador, el sistema público de salud también tiene sus desigualdades internas y los hospitales del Seguro Social suelen estar mejor preparados que los del resto de la red.

Claudia llegó al Médico Quirúrgico desahuciada, según palabras de sus propios médicos. El bebé nació por medio de cesárea y solo vivió 24 horas. Sus pulmones no se habían desarrollado por completo. Claudia murió dos días después.

Los médicos apostaron por salvar la vida de Claudia y la de su hijo, pese a ser un embarazo de alto riesgo para la vida de la madre.
Los médicos apostaron por salvar la vida de Claudia y la de su hijo, pese a ser un embarazo de alto riesgo para la vida de la madre.

El dilema de los médicos de El Salvador

Desafíos para el servicio médico como el de la joven Beatriz en 2013 y el de Claudia en 2017 no son aislados. Ronald López y otros médicos consultados por El Faro  aseguran que a diario tienen que lidiar con situaciones en las que, aun sabiendo los riesgos que implica continuar con un embarazo, la atadura legal los obliga a ejercer para salvar emergencias, no para prevenirlas. “Nos hicimos expertos en rescatar mujeres de las crisis”, asegura Guillermo Ortiz, exjefe del departamento de perinatología del Hospital Nacional de la Mujer y perinatólogo que atendió a Beatriz en 2013.

Cuando a Beatriz le practicaron la cesárea después de que la Corte Interamericana ordenara garantizar su integridad, la joven había llegado a 27 semanas de embarazo y a esas alturas el riesgo de rompimiento del útero era muy grande, dice Ortiz.

Ese año Ortiz ganó fama porque encabezó el comité que puso sobre la mesa en El Salvador el debate sobre el aborto eugenésico, es decir, el motivado por inviabilidad de la vida extrauterina. Ortiz se aferró a la idea de que tenía que hacer lo posible por salvar a Beatriz, que al conocer su diagnóstico le había pedido que no la dejara morir.

“Teníamos miedo. Nadie quería ir a la cárcel”, admite el médico, que confiesa además que parte de su preparación para la operación de Beatriz fue elaborar un poder notariado para que sus bienes quedaran a nombre de su esposa e hijos. “No sabíamos si al salir del quirófano nos iba a estar esperando la Policía”, dice.

Frente a los casos en que la vida de la madre está en riesgo los médicos salvadoreños tienen muchas veces que escoger entre su criterio profesional y su seguridad legal. Se enfrentan al dilema de arriesgarse a ir a prisión por intentar salvar la vida a una madre. A veces no les queda más que cruzar los dedos para que las mujeres sobrevivan.

Ximena vivió ese dilema de una forma especial. Es ginecóloga, y a raíz de su propia experiencia de aborto terminó, sin proponérselo, siendo una aliada para varias mujeres que buscaron en los últimos años poner punto final a embarazos no deseados. Lo hizo con plena conciencia de los riesgos que corría. Pero con la convicción personal, dice, de que hacía lo correcto.

“La primera vez que supimos sobre derechos humanos en la carrera, y un poquito de aborto, fue el año del servicio social, ya para terminar”, dice. “Lo triste fue cuando entré a la residencia de ginecología en Maternidad: llegaban niñas a las que habían violado los mareros y yo no podía hacer nada”, relata.

Se sentía, dice, frustrada al ver a menores de edad condenadas a gestar hijos producto de violaciones. “Algunas ya llegaba bien tarde, ya ni siquiera se podía prevenir el VIH, nada. Y llegaban niñas que habían intentado hacerse un aborto, que se habían colocado pastillas y se habían quemado la vagina... y aún así el embarazo seguía en curso. Me daba cólera, impotencia, porque el embarazo nunca había sido una decisión para esas mujeres”, dice.

En el transcurso de sus estudios de medicina en la Universidad de El Salvador conoció a un estudiante que terminó siendo su novio y durante esa relación quedó embarazada dos veces. Le fallaron tanto el método del ritmo como el preservativo. En ambas ocasiones, Ximena abortó con pastillas.

“Me había fallado mi método anticonceptivo y obviamente no estaba en mis planes tener un hijo. Tenía un novio que me apoyaba en la decisión y la posibilidad económica, así que la primera vez lo hice con información casi nula, con lo que veía en mi libro de ginecología”, cuenta. Dos años después, descubrió que estaba embarazada de nuevo. Ya con más información sobre el método y la dosis de pastillas, esa vez el proceso fue más sencillo para ella.

Cuenta que después del aborto le sobraron varias tabletas del frasco que había comprado en una farmacia capitalina, y decidió ofrecérselas en los meses siguientes a algunas de las mujeres que atendió en la residencia de ginecología en el Hospital Nacional de la Mujer, que aún se llamaba oficialmente Hospital de Maternidad.

“Cuando veía a una mujer que lo necesitaba le decía ‘llame a este número’. Copiaba el teléfono en un papel y lo ponía en la mano de las pacientes sin que nadie más se diera cuenta”, relata. Era, en realidad, su propio número. “Lo que hice fue conseguir otro chip, otro teléfono y ahí era donde podían contactarme. Entonces era como una proveedora insegura y claro que me daba miedo. Estaba en residencia, el hospital no me iba a respaldar, nada, nada”.

La primera mujer a la que ayudó a abortar simplemente no deseaba ese embarazo. “Me acuerdo que la vi en el centro comercial San Luis. Ya estaba bien avanzado ese embarazo, pero me decía ‘por favor, ayúdeme’. Yo le di el medicamento y le dije: ‘cuando empecés a sangrar te tenés que ir al hospital. No podés quedarte en la casa porque el embarazo está bien avanzado’”. Y así siguió, hasta que se acabaron las tabletas. “Fui aventurada y te lo juro que menos mal que nunca nadie se dio cuenta”, dice aliviada.

Los hijos de Claudia mantienen vivo el recuerdo de su madre. Cada día, en el sofá, se sientan para contemplar su rostro en la pantalla de un teléfono celular.
Los hijos de Claudia mantienen vivo el recuerdo de su madre. Cada día, en el sofá, se sientan para contemplar su rostro en la pantalla de un teléfono celular.

Al contrario que Ximena, Claudia no puede contar su historia. La reconstruyen, con un poco de recelo, su mamá y su hermana, quienes acceden a compartirla con la ilusión de encontrar alguna respuesta a sus dudas. Están convencidas de que el Estado les falló, pero no buscan, dicen, que se procese a nadie.

Las consuela de alguna manera el reconocimiento póstumo de la comunidad donde viven hacia la labor de Claudia como organizadora de eventos. Dos días después de que familia, amigos y vecinos la despidieran, quedó inmortalizada en un mural en una de las paredes de su pasaje. A Ana Yolanda, su mamá, ese mural la reconforta. “Me hace falta, pero de alguna manera siempre la estoy viendo”, dice. A Manuel, su esposo, el entorno lo atormenta. Apenas quiere hablar hoy de lo sucedido, y meses después de que ella muriera decidió mudarse con sus dos hijos menores.

Ha pasado casi un año, y la titular del Hospital de la Mujer insiste en que por la salud de Claudia había poco por hacer. Repite que su problema era cardiaco y que como institución pública han de ceñirse a la ley. Una ley que homogeneiza los casos, incluyendo aquellos en los que la medicina considera necesario practicar un aborto. La doctora Adelaida de Estrada deja ver, sin embargo, su opinión médica: “Estoy totalmente clara en cuanto a que la interrupción del embarazo es un problema de salud pública y que debe ser resuelto por expertos, no por partidos políticos”.

Claudia Veracruz Zúniga murió como consecuencia de una patología cardiaca que se le complicó durante su cuarto embarazo. Una condición de la que nunca, en 34 años de vida, había presentado síntomas. Una enfermedad por la que nunca debió de haberse embarazado, pero que nadie le diagnosticó. Su familia aún intenta entender, “A nosotros no nos interesa andar en pleitos con el hospital", dice su hermana. "Solo queremos tener claro por qué habiéndole ofrecido la opción (de interrumpir el embarazo) la dejaron morir".

Pasado el novenario de Claudia, sus vecinos y amigos decidieron elaborar un mural en su honor. La conmoción tras su inesperada muerte encontró un escape con este gesto, en el que pretenden inmortalizarla por su trabajo como gestora comunitaria.
Pasado el novenario de Claudia, sus vecinos y amigos decidieron elaborar un mural en su honor. La conmoción tras su inesperada muerte encontró un escape con este gesto, en el que pretenden inmortalizarla por su trabajo como gestora comunitaria.

Las salvadoreñas del burka

 
 
Por temor a la cárcel o al estigma, las mujeres que han abortado en El Salvador están condenadas al secreto. Algunas decidieron contar su historia a El Faro, pero ellas, sus médicos, incluso sus parejas o hijos, ocultan su rostro a una sociedad que los llama asesinos y un sistema de justicia más restrictivo que el de Afganistán o la católica Irlanda.

 
 
 

Stefanía tiene 28 años, es madre soltera y trabaja en un call center. Es graduada de una carrera relacionada al turismo y se considera una mujer independiente. Vive con su madre y su hija en una residencial de la zona norte del municipio de Santa Tecla.

 

En 2017 Stefanía no quería otro hijo y por eso usaba un Dispositivo Intrauterino (DIU), un método anticonceptivo con un 99 por ciento de seguridad según médicos especialistas. Sin embargo, no se percató que la vida útil del dispositivo había expirado para cuando sostuvo relaciones casuales con un compañero de trabajo y en abril de 2017 descubrió que estaba embarazada de nuevo. “Me hice una prueba de sangre y me la mandaron por correo. Mi amiga fue la primera que la vio y me lo dijo: ‘sí, estás embarazada’”.

 

Cuando se lo comentó a su pareja, él la acusó de tener relaciones con otros hombres. Convencida de que ese otro hijo nacería sin padre, Stefanía se enfrentó por segunda vez a un mismo dilema: a su hija, hoy de cuatro años, también quiso abortarla, pero cuenta que se detuvo y decidió continuar con el embarazo porque tenía ya 14 semanas de gestación y el riesgo para su salud era considerable.

 

En esta ocasión, Stefanía tenía razones para estar más convencida. No quería ser madre soltera dos veces ni disgustar a su madre de nuevo. “La verdad es que no me consideraba o no veía a futuro un niño más en mi vida. Entonces no podía tenerlo. Primero porque me estaba cuidando, y el haberme cuidado y saber que quedé embarazada era una decepción para mí, y también iba a ser una decepción para mi mamá, porque ella se molestó cuando quedé embarazada la primera vez”.

 

Cinco amigas de Stefanía ya se habían practicado un aborto y hasta ellas acudió para pedirles consejo. Una de estas amigas contactó a un vendedor de pastillas que sirven para abortar, un negociante clandestino, que las ofreció a un precio de 300 dólares. Ella no quiso pagar este precio, porque sentía que la estaban estafando, así que emprendió una búsqueda en internet por su cuenta. Después de una navegación extensa, contactó a otro vendedor, que se las ofreció en 100 dólares. Se arriesgó con un desconocido. “Eran 12, color blanco, muy pequeñas. La persona que me las vendió se veía  muy seguro de lo que hacía. Parecía un vendedor de cosméticos”, dice.

 

Antes de iniciar el tratamiento, Stefanía tuvo fuertes debates internos. Por su educación católica, ella tiene una firme creencia en algunos de los pilares de la religión: Dios, Jesucristo, la resurrección y la vida después de la muerte. Antes de abortar, pensó en las consecuencias que esa decisión podría traerle; pensó en el remordimiento; en si el acto mismo le acarrearía un castigo divino. Pensó todo eso, pero estaba resuelta. Ella cree que hay reglas de la religión que más bien parecen una práctica medieval.

 

Stefanía abortó en una noche de finales de mayo de 2017. Lo hizo sola, encerrada en su habitación, mientras todos en su casa dormían. Ella recuerda que el ritual inició a las 10 de la noche. Como se lo había indicado el vendedor, colocó cuatro pastillas de misoprostol debajo de su lengua, que se desintegraron en dos minutos. Tomó un poco de agua. Luego colocó otras cuatro en su vagina, hasta el fondo, para causar una dilatación en el cuello uterino.

 

Mientras se practicaba un aborto, Stefanía dice que pidió auxilio a Dios. “Sé que va a sonar raro, pero, pues, tengo mente abierta. Le dije a Dios: mirá, si algo me va a pasar, que me pase después, pero protégeme; sé que esto funciona, sé que no debería de, y sé que es matar una vida literalmente... Yo hablé con Dios primero y le dije protégeme”.

 

Se acostó y colocó sus piernas hacia arriba, durante cuatro horas. Sintió un poco de dolor en el vientre, sintió nervios, escalofríos y un aumento en su temperatura corporal. Apenas iniciaba la madrugada cuando se levantó. Fue al baño, sintió un leve sangrado y vomitó. Había expulsado el producto. “Sentí dolor, no lo voy a negar. Dolor en el vientre, nervios de que de verdad hubiera funcionado o no, porque me dijeron que tenían que pasar dos semanas de sangrado para que el aborto se completara”.

 

Durante el reposo, Stefanía temía que el procedimiento saliera mal, y que su salud se viera afectada, pero se arriesgó a sanar en casa, aunque ella tenía cómo costearse la atención en un hospital privado. “Creo que tenía más miedo a la ley que a Dios, (llegar) a un hospital, donde se iban a dar cuenta de lo que había hecho, y ser juzgada por la ley”.

 

Después del aborto, su expareja le preguntó si todo había salido bien. Él siempre estuvo al tanto de las decisiones de Stefanía. “Le respondí que sí y que todo estaba solucionado, que ya no se preocupara. Su reacción fue disculparse por la respuesta que me había dado, que él se había asustado y no había respondido de forma madura”.

 

De su aborto solo saben su expareja y sus amigas. Ella quisiera olvidar su secreto y todavía hoy teme a la crítica social, le teme a la acusación religiosa, que le señalen de que le quitó la vida a un ser humano. Ella también teme al peso de la ley, que establece condenas de 2 a 8 años por la práctica del aborto, o condenas de 30 años cuando el delito se juzga como un homicidio agravado. Y, sin embargo, no se arrepiente.

 

“La verdad creo que abortar fue la mejor decisión. Creo no estuviera en mi casa, no tuviera la relación que tengo con mi mamá en este momento ni la relación que tengo con mi hija”.

Camila tiene 29 años y trabaja en comunidades donde imparte educación sexual y charlas para empoderar a mujeres de escasos recursos. Ella se auto proclama sensible, humilde, 'empoderada', conocedora de sus derechos.

 

Hace siete años, cuando cursaba su segundo año de estudios en la Universidad de El Salvador, Camila quedó embarazada. Se lo confirmaron en un laboratorio del centro de San Salvador. Desde que supo la noticia decidió que no iba a frustrar sus estudios por un embarazo no deseado. “Sentí mucho miedo y escalofríos. Lo primero que pensé fue que no estaba preparada. Nunca le comenté a mi pareja. Fue un episodio en el año 2010 cuando perdí a mi hijo, aunque no lo puedo llamar mi hijo”.

 

Antes de contar su relato, Camila agacha su cabeza y pierde la mirada en el piso. Hablar de su aborto la pone nerviosa.

 

La relación con su pareja, un estudiante de la Universidad de El Salvador, era casual. Para ella solo “vivían el momento”. “Era un hombre machista, y lo primero que iba hacer es señalarme, cuestionarme por qué no me cuidé, por qué no tomé las medidas necesarias. Ellos le dejan todo a una, pero la verdad es que los hombres no se cuidan. Él era un hombre fiestero y la noticia le iba a dar igual. Era un tipo mujeriego, tampoco tenía trabajo, y no era formal con nuestra relación. No iba a hacerse responsable”.

 

La joven estudiante solo quería terminar sus estudios. En la desesperación por deshacerse del embrión que comenzaba a desarrollarse, recurrió a una inyección de emergencia, pero esta ya no funcionó. Decidió tomar el siguiente paso: consultó a sus amigas más cercanas e investigó sobre las consecuencias de practicarse un aborto, en temas económicos, de salud y seguridad. “Supe que era un tema muy complicado por el asunto de la penalización, y que lo único era hacerlo de manera clandestina”.

 

Después de muchas dudas sobre su salud, sobre las consecuencias con su familia, con la ley, Camila tomó la decisión y programó una cita con un especialista. “Vi la posibilidad de una clínica privada, pero los costos eran elevados. Consulté a un médico y me dijo que el costo era de mil dólares… Otro médico me ofreció más seguridad y confianza por mucho menos de mil dólares. Conseguí el dinero por medio de un préstamo de emergencia, y esa misma semana tomé la decisión y nunca me retracté”.

 

En una clínica privada de San Salvador, el médico le brindó una pastilla muy pequeña, pero antes la sorprendió con una pregunta: le consultó si estaba segura de su decisión y le advirtió de un dolor similar al de una menstruación. Cuatro horas después de la ingesta del fármaco, ella tuvo un sangrado leve. La interrupción no tuvo ninguna complicación. “No tenía remordimiento ni sentimiento de culpa. Solo me preocupaba que empeorara y que me llevaran al hospital, porque sabía las consecuencias que esto podría tener”.

 

El secreto de su aborto Camila solo lo ha compartido con una de sus amigas. Nadie en su familia lo sabe. Ella está consciente de las consecuencias legales si se descubre que hace siete años se practicó un aborto. Por eso prefiere vivir en ese silencio, que según ella no le genera ninguna carga moral.

 

El interés en educarse la ha llevado a tener más conciencia sobre la desigualdad en El Salvador, y sobre las condiciones que muchas mujeres tienen que enfrentar. Ella cree que las mujeres con mejores recursos también se practican abortos, pero según ella lo hacen más para guardar una apariencia social que por estar conscientes de que tienen derecho a decidir sobre su cuerpo.

 

“El derecho que tenemos de decidir es bien importante, pero creo que no lo hacen por estar empoderadas, sino por sus condiciones económicas. No lo hacen por defender sus derechos, sino por apariencia social. No es justo que haya esos privilegios. Haya o no una ley que apruebe, las condiciones siempre se les van a generar dentro y fuera del país”.

 

—¿Usted por qué abortó?

 

—Porque estoy empoderada y conozco bien mis derechos.

 

Para Camila, la práctica del aborto debería de debatirse bajo la óptica derechos y desigualdad. “Yo no maté a nadie, porque no he desarrollado nada, no creé un afecto. Solo defendí mi derecho a elegir… no creo en que alguien me vaya a juzgar en la eternidad”. Ella cuestiona las discusiones políticas acerca del tema, cree que solo son para tener mejores resultados electorales. “Los políticos hablan de proteger la vida, pero no son capaces de legislar para tener un país que garantice la seguridad y la vida de las personas”.

Tras una frustrada carrera de medicina, Mariano estudió enfermería, oficio que ejerce desde hace diez años en una Unidad de Salud, en el occidente de El Salvador. Tiene 40 años de edad, y cinco de traficar pastillas abortivas.

 

Desde que un amigo lo indujo a este negocio, Mariano vende el paquete de seis pastillas Cytotec a un precio de 200 dólares. Las pastillas que vende, indicadas para la prevención y tratamiento de úlceras estomacales, y para inducir los trabajos de parto, las obtiene fuera de las fronteras de El Salvador. Sobre la logística para el traslado del producto, él prefiere no dar detalles, por temor a que en los detalles quede al descubierto. Todo lo demás lo cuenta con naturalidad, no sin antes advertir de su condición de agente clandestino: “Te voy a soltar la sopa, pero no me vayás a quemar”.

 

El medicamento que Mariano comercia en la clandestinidad también es utilizado en los hospitales nacionales para el tratamiento de embarazos no viables. Esto, sin embargo, solo ocurre cuando, a través de una ultrasonografía, se comprueba que el producto del embarazo carece de latidos. Por seis pastillas de Cytotec, el Ministerio de Salud paga entre $ 0.90 y $ 1.50 a las farmacéuticas, según un documento de un hospital de la red pública al que tuvo acceso El Faro.

 

Mariano vende las pastillas por negocio, para obtener dinero extra al de su salario mensual. Él es un hombre soltero que por convicción personal decidió no tener hijos. Él sabe que la finalidad de su otro negocio es interrumpir la gestación, y reconoce que esto lo hace cómplice de un acto que, legal y espiritualmente, no es correcto. Él asume el riesgo, todo por el negocio.

 

Cuando comenzó, hacía de distribuidor. "Cuando los casos me llegaban, yo le preguntaba a mis contactos: ¿tenés chiquitolinas? (pastillas). 'Simón, ¿cuántas querés?' Seis. Entonces me las mandaban. A los clientes les cobrábamos 200 bolas por esas seis. Al final le terminaba entregando 150 y me quedaba con cincuenta, porque yo era distribuidor nada más”.

 

Hace dos años dio pasos más grandes, hasta convertirse en agente independiente, aunque también continúa con labores de distribución. Logró encontrar a la fuente del producto fuera de El Salvador, y se aventuró para comprar pastillas a un precio más bajo. “En ese lugar las venden sin onda médica, y a este chavo las conseguía en 50 bolas, o sea que él termina ganado 100 bolas por paquete de Cytotec, el nombre comercial del misoprostol".

 

Para garantizar la seguridad y mantener discreción, él únicamente vende las pastillas a personas conocidas, o que sean recomendadas por otros de sus clientes que ya han comprado el producto. Así evita que rastreen su negocio, así evita caer en manos de la ley. Mariano está consciente de que cada vez que se habla de pastillas abortivas, él viola la ley. ”Después del trato de entregar las pastillas se hace un acuerdo: nadie se conoce, para no tener problemas a futuro. En la misma paranoia las entrego en bolsas plásticas y las agarro con guantes, para que no detecten mis huellas, o en un pañuelo. A quienes les vendo también les recomiendo eso, que no las agarren directo con las manos".

 

A sus clientes les advierte que las pastillas se utilizan bajo su propio riesgo. "Gracias a Dios, bueno, no hay que dar gracias a Dios por esa maldad, pero suerte que ninguna ha ido a parar al hospital. Sobre todo porque cuidamos bien las etapas. Nos cuidamos bien de no vender a alguien que se le pueda complicar. A nadie que tenga más de cinco semanas. Con los que plantean casos de más tiempo, mejor les recomendamos que investiguen en internet".

 

La mayoría de sus clientes son hombres casados, hombres con noviazgos formales o comprometidos. Le piden el producto para cubrir la consecuencia de una infidelidad. Mariano asegura que también ha vendido el producto a jóvenes estudiantes de los colegios públicos, privados y católicos de la zona occidental del país. "En estos cinco años le he vendido a incontables casos, y recuerdo bien a unos diez, porque los conozco bien, han sido muy cercanos. Y de esos diez que conozco, solo a uno no le funcionó, y quizá no le funcionó por pura misericordia de Dios, porque ella era muy religiosa. Era de un coro de una iglesia, de esas que en semana santa se visten de morado y blanco”.

 

Pese a que todavía lo ve como un trabajo alterno, Mariano reconoce que el negocio poco a poco ha caído en decadencia debido a la múltiple información que existe en internet. "Ha bajado un poco la demanda. Creo que la gente está más informada al respecto, y muchos ya se asustan con los precios. Además, creo que ya hay muchos vendiendo lo mismo".

Rebeca ronda los 40 años, es especialista en negocios y es madre soltera e independiente. En el 2012 quedó embarazada cuando disfrutaba de una relación con su expareja, un extranjero con el que habían establecido un hogar con las comodidades de una familia de clase media-alta. Gracias a las prestaciones de su expareja, ella tenía acceso a un seguro médico que cubría “hasta lo impensable”.

 

La familia se emocionó con el embarazo e hicieron los mejores planes de vida para recibir al nuevo integrante de la familia. Sin embargo, a las nueve semanas, tras la primera ultrasonografía, se enteraron de que algo andaba mal en el desarrollo del feto. La doctora de Rebeca no quiso dar un diagnóstico hasta no confirmar las sospechas. Ordenó una ecografía, pero insatisfecha con el resultado de ese segundo examen, ordenó una segunda ultrasonografía cuando Rebeca cumplió las 20 semanas de embarazo. Esta prueba brindó información sobre el mal desarrollo del feto. “El tabique de la nariz no estaba lo suficientemente formado”. La ilusión de Rebeca comenzó a desmoronarse; a su pareja le dio miedo, lo embargó la tristeza e incertidumbre.

 

Una cuarta ultrasonografía obligó a la pareja a tomar una decisión. El feto tenía malformaciones y los exámenes detectaron un tumor en el cordón umbilical. El pronóstico decía que el niño moriría al nacer. Aunque era una decisión difícil, la pareja decidió suspender el embarazo. “A los cinco meses decidimos no tenerlo. No queríamos que el bebé naciera, o que hiciera un gran esfuerzo para nacer, si era para morirse”.

 

La pareja reunió papeles y pensó en viajar al país de origen de su pareja, donde el aborto es una práctica legal. Sin embargo, pese a tener todas las justificaciones y exámenes a su favor, el viaje sería un despropósito. En ese país, aunque la práctica del aborto es legal, los embarazos solo pueden interrumpirse siempre y cuando el feto no haya alcanzado las 20 semanas de gestación. Rebeca ya había pasado ese límite. Sin más alternativas, prefirió apostar por una opción clandestina en El Salvador.

 

Antes de continuar con el plan, la pareja quiso cerciorarse, una última vez, de que el diagnóstico de los médicos estaba en lo correcto. La pareja se realizó una “amniocentesis”, un examen destinado a analizar el líquido amniótico para detectar alguna anomalía que provoque un riesgo serio al embarazo. La muestra se envió a Estados Unidos, pero como descubrieron que los resultados se tardarían en llegar, decidieron continuar con el plan del aborto.

 

Con la ayuda de su ginecóloga, Rebeca inició el proceso para practicarse un aborto en un hospital privado de San Salvador. Pese a que la doctora profesaba unas fuertes creencias religiosas, apoyó a Rebeca luego de la confirmación del cuadro clínico. Como primer paso, ordenó la aplicación de instrumentos para acelerar el proceso de dilatación.

 

“Mi pareja hacía toda la logística y evitaba que yo me preocupara. Él compró en una farmacia esos palitos que parecen varitas de incienso, que me los tenía que colocar como un 'tampax'. Eso me iba a provocar dolores a las dos horas. La primera aplicación me provocó contracciones y me fui rápido al hospital”.

 

El instrumento que describe Rebeca, según un médico especialista consultado por El Faro, podría tratarse de un “dilatador osmótico”, una vara corta y delgada, fabricada con algas laminarias, que son extraídas del Océano Atlántico norte y el Océano Pacífico norte. Este dispositivo absorbe la humedad y se expande, provocando una dilatación gradual del cérvix. Es un método recomendado para inducir partos después de las 20 semanas de gestación.  

 

Cuando llegó al hospital privado, Rebeca ya llevaba fuertes dolores como consecuencia de las varitas que se introdujo en la vagina. Para pasar inadvertidos, la doctora atendió el caso como una emergencia en un embarazo complicado. En el hospital privado le aplicaron suero abortivo para provocar más contracciones y le rompieron la fuente. Luego le extrajeron el feto y ella quedó inconsciente mientras le practicaban un legrado para evitar una infección. El caso no pareció extraño. La doctora atendió un parto prematuro, con muchas complicaciones, con un producto que no sobrevivió al proceso. La doctora aplicó en Rebeca un criterio médico que priorizó la salud de la mujer.

 

“Nunca tuve miedo porque la doctora nos dijo que no nos preocupáramos, que ella se iba a encargar de que no pareciera un caso extraño. Yo en ese momento tenía diez años de conocerla y siempre sentí seguridad”.

 

Tras el aborto, la relación con su expareja se desvaneció. Ambos se habían conocido cuando la hija de Rebeca ya estaba en crecimiento, y ella cree que ese hijo que no pudo ser potenció la separación. Rebeca ahora vive, junto a su hija, en una colonia clasemediera de San Salvador. Seis años después de haberse practicado un aborto, ella sostiene que nunca cometió un delito, y que sin duda fue la decisión más acertada para el bien de su hijo no nacido.

 

El 10 de marzo de 1992, 54 días después de finalizada la guerra, Joel acompañó a Elizabeth, su novia, para que se practicara un aborto. El viaje hasta una clínica clandestina en el municipio de Sonsonate, en el occidente del país, arrancó a las 10:00 de la mañana.

 

Él tenía 20 años y recién había iniciado sus estudios. Ella, siete años mayor, estaba a punto de ingresar al año social de doctorado en Medicina, en la Universidad de El Salvador. Él estaba desempleado, ella pensaba en su futuro. A ambos los sorprendió la sospecha de Elizabeth, que gracias a sus conocimientos médicos había percibido síntomas de un posible embarazo. Para matar las dudas, ella se hizo una prueba y al confirmar el resultado se desplomó. “Cuando vio la prueba de embarazo positiva, lloró y se puso bastante desconsolada y decepcionada. Me dijo que no había invertido siete años en la carrera de medicina para venir a interrumpirla antes de su graduación, pues era un proceso que le había costado tanto a ella y a su familia”.

 

Un amigo los contactó con un médico que daba consultas en un cuartel de San Salvador. El médico les entregó una tarjeta de presentación, y en la tarjeta había indicaciones concretas para marcar un número telefónico y concertar una cita en una clínica en la zona occidental del país. En la terminal de occidente, en San Salvador, tomaron un bus de la ruta 205. Antes del viaje, los jóvenes suspendieron su asistencia a clases en la Universidad. “Íbamos nerviosos los dos, sin embargo ella estaba muy segura. Supe que había organizado con sus amigas no asistir a clases una semana, lo había planificado muy bien”.

 

El consultorio estaba ubicado sobre la tercera calle oriente, después del puente que atraviesa el río Sensunapán, entre la 4a avenida norte y la Av. Fray Flavian Mucci, a pocos pasos del antiguo cine Ríos, en el centro de la ciudad de Sonsonate. Joel aún recuerda un rótulo a media tinta de la ferretería Freund, ubicada a pocos metros de la clínica.

 

La pareja llegó hasta una casa muy amplia, con persianas color café en las ventanas y un rótulo negro en la fachada, con letras grises y una decoración de granitos brillantes. Ingresaron a la sala de espera. “El doctor tenía un aspecto muy mayor, con el pelo bastante gris, lentes, guayabera. Nos recibió y nos pidió personalmente el dinero antes de explicar el proceso”. Después de una revisión breve, el doctor les explicó que realizaría el aborto por medio del método de succión y el procedimiento tendría un costo de 800 colones (91.43 dólares, al tipo de cambio que fijó la ley en 2001). “Ella había conseguido 300 colones porque vendió unas joyas y empeñó un tensiómetro en el establecimiento que se llama ‘Las tres bolas de oro’, una casa de empeño que todavía está en el centro de San Salvador. Yo le pedí prestado parte del dinero a un buen amigo, y también tenía un dinero guardado de la navidad anterior. Así juntamos un poco más de 900 colones”.

 

Antes de iniciar el procedimiento, el doctor pidió a Joel que se fuera a dar un paseo, que volviera en media hora, pero Joel decidió quedarse. A través de una rendija en una librera, ubicada contiguo al consultorio, Joel pudo ver el inicio del proceso. Ella estaba acostada en una cama ginecológica. “El doctor hizo un tacto, una palpación en su vientre. Es lo único que pude ver”. 33 minutos después, y mientras se quitaba los guantes, el doctor anunció que el procedimiento había sido exitoso.

 

Elizabeth le explicó el procedimiento a Joel. “Me dijo que le introdujeron unas cánulas, y que un motor pequeño hacía la succión dentro del útero, y que eso había que manejarlo bien, porque podía lesionar las paredes del útero. Ella tenía bien claro ese riesgo, pero dijo que no hubo dolor ni ninguna complicación. Salimos de la clínica con los medicamentos y con instrucciones claras de evitar el alcohol y las relaciones sexuales durante un mes”.

 

El médico les aconsejó, de una forma paternal, elegir un método de planificación para que no volvieran a tener una emergencia como la que los había llevado hasta su clínica. Además, les programó una cita 15 días después de la interrupción para evaluar el proceso de recuperación. A esa cita ya no acudieron, por el temor a una denuncia. Era un lugar desconocido para ellos, y no querían tomar más riesgos. En 1992 se podía recurrir a un aborto cuando el embarazo era consecuencia de una violación, porque se previera la inviabilidad de la vida extrauterina o cuando la gestación ponía en riesgo la vida de la madre. Sin que ninguna de esas causas estuviera presente, Elizabeth se practicó un aborto de manera voluntaria y Joel fue su cómplice. El Código Penal vigente en 1992 establecía de uno a tres años de cárcel a la mujer que consintiera que otra persona le practicara un aborto.

 

“Tiempo después, a finales de ese año, Elizabeth se graduó de la facultad de medicina de la Universidad de El Salvador, luego hizo una especialización en cirugía, y entiendo que se dedicó a eso. Ahora está casada, sé que tiene hijos. Yo también concluí mi carrera. He viajado mucho a lo largo de estos años… Hemos sido dos personas realizadas, pero no nos vemos desde hace muchos años, unos 10 quizá. Ella dejó ese episodio atrás, como un pasaje difícil de la juventud”.

 

Aunque Joel se declara seguidor de la religión católica, dice que aquel aborto no le genera remordimientos. “Creo de verdad que las mujeres deberían de tener la opción, al menos dentro de los primeros tres meses, de decidir si continúan o no un embarazo. He reconstruido otra vez ese camino, y siempre vuelvo a recordar el mandamiento 'No matarás', pero pienso que ese mandamiento se aplica a un ser humano, no a lo que pueda ser el origen de un ser humano. No creo que hayamos matado a un ser humano”.

 

Aunque está firme en sus creencias, y aunque sabe que el delito cometido en 1992 prescribió en 2002, él no se atreve a mostrar su rostro por el miedo a la estigmatización. Teme señalamientos incluso de su pareja actual, de sus vecinos, reproches que podría recibir de su círculo social.

 

El médico que le practicó el aborto a Elizabeth llegó a ser perseguido dos años después de entrada en vigencia la nueva ley penal, que castiga el aborto en todas sus formas. Se le acusó por un aborto inconcluso a una mujer de 28 años,  originaria de Acajutla, ocurrido en diciembre de 1999. En mayo de 2000, una publicación de El Diario de Hoy relata que el médico fue declarado culpable de aborto agravado en contra de un no nacido por el Juzgado de Sentencia de Sonsonate. Le decretaron medidas cautelares con arresto domiciliar. En noviembre de ese mismo año, el médico y sus abogados lograron revertir la condena y fue absuelto de cargos.

 

En los planes de Cecy solo había cabida para un hijo, pues creía que más de uno era el equivalente a perder la libertad. Sin embargo, tuvo tres. Ella trabaja como comerciante de una variedad de productos en un departamento de la zona central del país. Cuando Cecy era joven, la violencia la marcó. En 1989, cuando tenía 17 años, cinco soldados de la Fuerza Armada la violaron. Los soldados la sometieron cuando caminaba hacia la escuela, ubicada cerca de su vivienda, en la zona norte de San Salvador. Tras ese episodio doloroso, decidió mudarse al departamento de Cuscatlán, donde conoció a su esposo, un lugareño dedicado a los trabajos de agricultura.

 

En septiembre de 1993, cuando tenía 21 años, salió embarazada de su primer hijo, que nació a la mitad de 1994. Cecy desconocía la planificación familiar y, tras un descuido ocurrido seis meses después de haber dado a luz, quedó embarazada de nuevo. Ella tenía la falsa idea de que durante la etapa de lactancia no podía quedar embarazada, y por ello nunca se protegió. La noticia no fue agradable para ella, ya que su condición económica era deplorable. Un segundo hijo complicaría más su situación. “Yo no quería tener a mi segundo hijo en esas circunstancias, es más, no lo tuve”. Para ella era horrible pensar en otro niño, mientras aprendía a criar al primero.

 

Ella optó por métodos caseros para abortar. “Tomé de todo: agua de canela, orégano, pastillas, de todo lo que me decían. Era mi desesperación, pero esto no se lo decía al papá. No sé cómo no me morí de tantas cosas que tomé, porque todo lo que me decían me lo tomaba”.

 

Los remedios le funcionaron. Perdió al embrión de ocho semanas, afuera de su casa, una mañana de enero de 1995. “Me levanté a las seis de la mañana. Atrás de la casa había un lavadero de piedra, me fui a bañar, me sentí como mojada entre mis piernas. Caminé medio metro, más o menos, y de repente sentí una pelota de sangre y solo le grité a la que vivía cerca de mi casa. Yo me detuve en la piedra, me sentía débil, ella me agarró, y solo me dijeron que estaba sangrando. Hasta ahí. Reaccioné cuando ya estaba en el hospital”.

 

Pensar en las posibles complicaciones o la muerte no fue un problema para ella. “Me preocupaba que encontraran un rastro de eso e irme a la cárcel… Yo solo quería ser más libre. Nunca le tuve miedo a la muerte, pero si a la cárcel”. En el hospital, para su suerte, nadie la denunció por nada.

 

Ella no se arrepiente de la interrupción de ese segundo embarazo. “Nunca me he sentido mal, nunca me he puesto a pensar qué hubiera sido. No pasó y ya. Si lo hubiera tenido, no sé cómo  hubiera hecho con dos niños de la misma edad. Claro, a estas alturas ya estuvieran grandes, pero en ese tiempo no sabía”.

 

Dos años más tarde, en 1997, Cecy dio a luz a una hija. Un embarazo que también la sorprendió, pero para el que sentía preparada, ya que su primer hijo tenía tres años. Pero Cecy ya no quería más hijos y optó por esterilizarse. Sin embargo, su esposo se negó a firmar la autorización, y el hospital no pudo ejecutar la operación por ese impase. Diez años más tarde, en 2007, cuando acababa de cumplir 35 años, un nuevo embarazo no deseado volvió a anidarse en su útero. “Sentí angustia. No quería, no quería y no quería. Busqué la forma de practicarme otro aborto, le dije a unas amigas que necesitaba hacérmelo. Volví a tomar cosas, orégano, por segunda vez, y nada. Ya había escuchado que habían distintos métodos, que había pastillas abortivas”.

 

Los métodos naturales no dieron resultados. Junto a una vecina se aventuraron en busca de algo más efectivo. “Sentí que todo se me caía, quería llorar, no sabía qué hacer. Tenía 35 años… Preguntamos en uno y otro lugar por las pastillas y eran demasiado caras, y yo en ese momento no tenía esa cantidad de dinero. No recuerdo exactamente cuánto costaban, pero era como $350”.

 

Acorralada por la falta de recursos para practicarse un aborto, Cecy se resignó y decidió someterse al control prenatal. Su tercer hijo hoy tiene 9 años. Su hijo mayor es independiente; su hija estudia una carrera en la universidad. “Si yo hubiera encontrado la forma (de abortar), lo hubiera hecho. Yo lo amo mucho y todo, pero igual, si hubiera tenido la forma, lo hago. Y creo que no me arrepentiría para nada”.

 

Cecy es consciente de las diferencias que hay entre las mujeres que sí pueden tomar una decisión y aquellas que tienen que resignarse. “Me alegro por ellas, porque toman la decisión, tienen las oportunidades, pero las que no, ahí estamos criando hijos, estancadas nos quedamos y ellas siguen avanzando, y eso es bueno, porque lo importante es seguir”.

 

Cuando el esposo de Cecy notó que ella no quería tener más hijos, buscó a una mujer más joven con quien concebir. “Yo no quería confrontar, pero él era demasiado tradicionalista y, la verdad, nunca sentí apoyo. Él se dedicaba a la agricultura y le preocupaba nada más lo de la comida y ya estuvo”.

 

Al momento de dar a luz, en el encuentro con su tercer hijo, el rechazo que Cecy sentía cambió. “Tendré que buscar la forma para contarle a mi hijo lo que quise hacer. No porque lo puedo hacer sentir mal, pero sí por la parte educativa. Lo he pensado mucho, para que él tome conciencia. Eso es lo que tengo que trabajar conmigo misma para poderlo decir. Pero será necesario decirlo. Mis hijos mayores ya lo saben y él tiene derecho a saberlo también”.

 

Ximena es una ginecóloga salvadoreña que ejerce su profesión fuera de El Salvador, en un país donde abortar es legal. A sus 34 años ha practicado cerca de 20 abortos, 7 de ellos han sido voluntarios. Los primeros abortos que asistió ocurrieron en el año 2009, cuando inició sus prácticas médicas, en un hospital de la red pública de El Salvador. Entonces entendió la complejidad de casos que llegan a un centro de atención médica, donde esencialmente se atiende a mujeres de escasos recursos.  “Vi a muchas niñas, violadas por pandilleros, que llegaban con sus familiares, con su mamá, y te decían: 'está embarazada, no quiere denunciar, pero tampoco lo quiere tener'. También me tocó ver a mujeres que se metían pastillas que usan en la agricultura para quemar, pero eran cosas alcalinas, ácidas, que deshacían su vagina, como sulfuro. Normalmente ves a muchas mujeres así cuando estás en un sistema público. Ves por lo menos unos 10 casos por semana”.

 

En su trabajo Ximena antepone su criterio médico antes de los principios católicos que su familia le inculcó, donde discutían sobre el aborto como un tema pecaminoso. Ella es una doctora que dice buscar la integridad y salud de una mujer durante una emergencia. Esta convicción la llevó a romper algunas reglas cuando trabajaba en El Salvador, a sabiendas de que eso podría generarle la suspensión de su licencia o algo peor, condenarla a prisión. Ximena asegura que tomó riesgos al irrespetar los protocolos de atención en un hospital público.

 

Cuando Ximena asistía un aborto, alteraba los resultados de los análisis de las pacientes para justificar una intervención en quirófano. Ella establecía confianza con los médicos radiólogos más conscientes sobre la salud de las mujeres. “Yo no iba con un médico que ponía en los diagnósticos que el feto tenía latido cardíaco. Yo me esperaba hasta que llegara otro médico más consciente sobre embarazos no  viables”. Así establecían en el resultado de los análisis que el producto no tenía latido cardiaco. Eso justificaba llevar un caso al quirófano e interrumpir el embarazo.

 

En la actualidad, Ximena practica abortos de forma legal en un país de Latinoamérica. Ella también realiza una contraparte: ayudar a mujeres a embarazarse. “Para mí la lógica es la salud de una mujer. ¿Por qué la tengo que venir a juzgar, criticar o investigar, si yo no soy juez? Asimismo tengo la posibilidad de ayudar a mujeres a que se embaracen. Para mí el punto es que las mujeres decidan”.

 

En el extranjero, ella asegura que ha atendido a madres que llevan a sus hijas adolescentes a practicarse una interrupción de embarazo, jóvenes que sus edades oscilan entre 15 y 20 años. En su país de residencia, el aborto no es un tema que se discute, es una práctica que puede realizarse sin mayores problemas por cualquier causa. Es un país donde las leyes aprueban la interrupción de un embarazo, sea este voluntario o por criterio médico para proteger la vida de una mujer.

 

La doctora cuenta cómo, ahora, hasta una larga conversación por redes sociales puede ayudar, sin riesgos, a que una mujer reciba conocimientos para practicarse un aborto. “Tengo una hermana que está muy joven. Ella tiene amigas que han necesitado una interrupción, entonces el apoyo que les he dado ha sido por WhatsApp. Yo fuera del país; ellas, en El Salvador. Lo que quiero decir es que se puede hacer de forma segura, de manera legal o ilegal, si vos sabes cómo utilizar las dosis”.

 

La especialista señala que hay dos opciones para practicar el aborto. La primera es el farmacológico; la segunda es el quirúrgico. “En el caso del medicamento, el más utilizado es el misoprostol. Sin embargo, el ‘Gold Standard’ para estos embarazos es el mifepristone con misoprostol… Cuando lees mucha literatura y toda la evidencia científica, uno dice: esto es más fácil que hacer una cesárea, incluso tiene menos riesgo que hacer un cesárea”.

 

Para Ximena, una interrupción del embarazo tiene que verse como una urgencia, de la misma forma en que se trata una apendicitis, que requiere atención médica inmediata.

 

“Hay muchos artículos que tratan sobre la depresión después del aborto, el riesgo de suicidio o la tendencia al utilizar drogas, pero no es algo que científicamente se haya demostrado. Los sentimientos malos normalmente están presentes antes de la interrupción, y los sentimientos buenos se lanzan después de la interrupción, porque fue una decisión que tomaron y no están continuando con un embarazo que no quieren”.

 

Leticia es el fantasma al que acuden las mujeres desesperadas. Una trabajadora social que deambula como alma solitaria en la capital y en los rincones de las comunidades más olvidadas del país. Desde hace diez años, su labor es practicar abortos voluntarios a mujeres que no cuentan con los recursos económicos para costearse un tratamiento con pastillas. Para costear su causa, Leticia recibe ayuda de otras mujeres que comparten sus ideales. Ella está plenamente convencida de que son las mujeres las únicas que pueden decidir sobre su cuerpo, que no deben existir mitos o discusiones ante una decisión muy personal y sobre una práctica que ya lleva muchos años. Leticia practica abortos a mujeres pobres pese al riesgo de ser encarcelada por trabajar en “la dichosa clandestinidad”.

 

“A mí no me importa si tuvieron una noche loca, o si las violaron; a mí me gusta ayudar”, dice. Leticia se niega rotundamente a cobrar por la ayuda que ofrece, porque le gustaría encontrarse a alguien similar a ella en caso de tener una emergencia como las que atiende. Alguien que le garantice su integridad y seguridad, y sobre todo su discreción. Para ella, muchos médicos y distribuidores  de pastillas se aprovechan de la necesidad y la emergencia de una mujer, las ven como un negocio.

 

Después de una década, ya no recuerda la cantidad de casos que ha atendido, ayudando a mujeres que no tienen acceso a una salud integral ni plena conciencia sobre educación sexual. Esto último la ha obligado a atender un mismo caso hasta tres veces.

 

“Atendí un caso en tres ocasiones; la primera vez por violación; la segunda por infidelidad, y la tercera por otra infidelidad a su pareja que ya se había ido para Estados Unidos. Si se enteraba, ya no le iba a mandar la remesa. Yo siempre trato de aconsejar para que se protejan, pero si vuelven, nunca juzgo”.

 

Leticia cuenta que hay otras Leticias. Todas son parte de un grupo de mujeres que funciona bajo un pacto de solidaridad y clandestinidad. En el grupo se han compartido los conocimientos para practicar abortos, y aunque no tienen certificaciones médicas, asegura que saben mucho gracias a la experiencia, amén de los múltiples casos que han atendido.

 

Las medidas de seguridad son una regla que Leticia dice cumplir al pie de la letra cada vez que programa un encuentro con una mujer que solicita ayuda. La puntualidad es otra regla: ella es estricta con los horarios de las reuniones y encuentros pactados. Cuando las mujeres buscan ayuda para realizarse un aborto, ella cree que es porque realmente necesitan esa ayuda. Ya han tomado una decisión y no hay vuelta atrás. “Una mujer no busca ayuda si no necesita un tratamiento”.

 

Leticia da seguimiento a las mujeres que ha atendido. Ella establece como regla que el embarazo no exceda las doce semanas, aunque ese código se ha roto en casos extremos y con una gestación más avanzada. Las edades de las mujeres que ha atendido oscilan entre los 15 y 43 años, aunque asegura que las edades más frecuente oscilan entre los 20 y 30 años.

 

Después del aborto, Leticia ayuda a las mujeres con información sobre métodos anticonceptivos. Ella está consciente de que por su trabajo podría terminar en la cárcel,  pero puede más un espíritu que ella llama “solidaridad” que el miedo a una condena.

 

Su grupo meta son mujeres de escasos recursos, pero ella está abierta a atender a mujeres con más recursos. A ellas, dice, les pediría un incentivo que ayude a comprar más medicamentos para más mujeres sin recursos. En el mercado negro de pastillas, la “Misoprostol” tiene un costo que va desde los 35 a 50 dólares por unidad. Leticia y su grupo solidario las obtiene al precio real, que va de 0.15 a 0. 25 centavos de dólar por unidad.

 

Ella es madre, pero practicar abortos no le causa remordimientos. “No soy médica, pero soy mujer, y la experiencia que tengo de ver tantos casos me da la guía para atender y tomar decisiones en el camino. No me da remordimiento, al contrario, me da una gran alegría poder ayudar”.

 

El hijo de Teodora tiene 14 años y recién inició el octavo grado de educación básica. Su madre, Teodora del Carmen Vásquez, fue condenada en 2008 a 30 años de cárcel por el delito de homicidio agravado en perjuicio del feto que cargaba en su vientre. Ella esperaba una niña.

 

Teodora Vásquez siempre ha manifestado que sufrió un aborto intempestivo mientras trabajaba en el Liceo Canadiense de San Salvador. Ella sufrió un desmayo y cuando despertó, la Policía Nacional Civil la capturó y la acusó de homicidio. La Fiscalía acompañó y el Tribunal Segundo de Sentencia se dio por satisfecho.

 

“Desde que Teodora quedó embarazada del niño, el papá se fue y no se hizo cargo. Tras la captura de Teodora, él desapareció y nosotros tampoco supimos de él”, dice Cecy Vásquez, la hermana mayor de Teodora.

 

El hogar del menor está rodeado de un amplio bosque, en el corazón de la zona rural de Ahuachapán. Sus abuelos maternos, María Elena Sánchez y Juan Fabián Vásquez, han asumido toda la responsabilidad de padres desde que Teodora está en manos de las autoridades. Ellos corrigen al menor como lo haría un padre y una madre.

 

En nueve años, el menor solo ha podido visitar a su mamá siete veces. “Me siento un poco triste porque mi mamá no está conmigo, pero a la vez no tan triste porque mis abuelitos están conmigo. Ellos me van contemplando para que se me vaya pasando la tristeza, para que cuando vayan pasando los días yo no sienta la falta de ella”.

 

A medida que fue creciendo, la familia de Teodora tuvo que explicarle por qué su madre estaba recluida en una prisión. “Cuando lo llevábamos de visita al penal, ya cuando nos veníamos, él le decía a ella: '¡mamá, vámonos ya! ¡Mami, vamos! Yo quisiera que usted se hiciera como una palomita, de esas que andan ahí, que usted volara y que saliera de aquí, que se vaya conmigo'. Al inicio no le contaba, porque no quería entristecerlo. Cuando el caso se fue conociendo más, pues le fui diciendo los motivos”, cuenta María Elena Sánchez, la madre de Teodora.

 

El 13 de diciembre de 2017, María Elena vio a su hija fuera de prisión, pero solo por un instante. Ese día, en cortes, se realizó una audiencia de revisión de su sentencia. Teodora pudo haber recobrado su libertad, pero los jueces decidieron que se mantuviera la condena. En la sala había representantes de organizaciones defensoras de derechos humanos, periodistas nacionales e internacionales, la fiscal del caso, y hasta una asesora del diputado de derechas, Johnny Wright. En agosto de 2017, Wright propuso la despenalización del aborto en dos de cuatro causales: para las mujeres que decidan abortar para preservar su vida y conservar su salud, y también cuando el embarazo sea producto de estupro o violación en una menor de edad. La propuesta quedó estancada, junto a otras, en una comisión legislativa. La madre de Teodora no pierde las esperanzas.

 

“La libertada de ella, eso es lo que yo exijo, porque él, conforme va creciendo, necesita tener a su mamá al lado de él. Yo puedo darle muchas cosas, cariño, amor, sentirme como mamá personal de él, pero el amor de madre es otro: el cariño, el dolor que ella sufrió para tener a su hijo... Él no siente ese cariño, ese amor, ese apapacho de madre él no ha podido encontrarlo. Él no ha podido ser feliz con ella”, dice María Elena Sánchez.

 

Susana tiene 23 años y trabaja como comerciante en un departamento de la zona central de El Salvador. Ella se practicó un aborto en el año 2015.

 

Su embarazo fue producto de un descuido en un encuentro sin preservativos con su novio. Susana proviene de una familia paterna muy tradicionalista, ligada a la religión evangélica. Su familia materna, en cambio, no tiene arraigo por ninguna religión y es más abierta para hablar de educación sexual.

 

En abril de 2015, Susana comenzó su travesía. “Le conté del examen a mi novio y le dije que fue positivo. Se quedó callado un rato, él no hallaba qué decirme. Nos vimos, le di la prueba, y no supimos qué hacer. Lo primero que le dije fue que no quería, porque apenas tenía 20 años, y yo a esa edad no quería tener un hijo. Yo no me sentía capaz para ser madre a los 20 años”.

 

Tras una búsqueda desmesurada en internet sobre cómo abortar, ella recurrió al más fiel de los consejos en la red: “tomar agua de canela”. La aromática no funcionó, y se vio obligada a buscar ayuda con su suegra.

 

“Hablamos con mi suegra y ella nos ayudó. Nos acordamos de algunas personas que tenían contacto con otras personas, y así encontramos a alguien de confianza y le preguntamos”. Sus conocidos le recomendaron que se realizara una ultrasonografía pélvica. Tras ese examen se enteró que tenía nueve semanas de embarazo.

 

Susana dudó. Estaba arrepintiéndose, pero pudo más el interés por los estudios y un negocio propio, por su futuro.

 

“Por medio de mi suegra mandé la ultra. Cuando la revisaron me dijeron que nos teníamos que ver muy pronto, porque ya estaba en la etapa límite”.  Susana tenía mucho miedo, pero no era miedo a morir, sino a terminar en la cárcel. Ella recuerda que por eso quemó las ultras y pruebas de embarazo, para no dejar ninguna evidencia.

 

El día de la interrupción del embarazo la acompañó su pareja y la persona encargada del aborto. La cita fue en una casa con paredes blancas, con sillones cómodos de color negro. En la vivienda también había una computadora, que usaron para entretenerse con videos de Youtube, mientras duraba el tratamiento. El lugar  estaba alejado del bullicio de la ciudad donde reside Susana.

 

El proceso con pastillas inició a las 7:00 p.m. “Me dijeron que las podía utilizar de diferente forma, que servían también para úlcera, pero que al ingerirlas una persona embarazada, provocaban un aborto. Me ofrecieron utilizarla de distintas maneras: una, que me pusiera cuatro pastillas debajo de la lengua; otra, que las introdujera en la vagina; y la otra, que me las metiera en el ano. Me dijeron que yo decidiera, pero que si me podían dar una opinión, que lo mejor era debajo de la lengua. Y así lo hice”.

 

A Susana la asistió una mujer con experiencia en la interrupción de embarazos. La persona que le practicó el aborto pidió un aporte voluntario para ayudar a otras mujeres; Susana donó $20 y cumplió otras peticiones: llevar ibuprofeno de 500mg, toallas sanitarias, pastillas para el vómito y ropa cómoda.

 

“Me habían explicado que me iba a poner tres veces las pastillas debajo de la lengua, de cuatro en cuatro. Me puse las primeras a las siete de la noche. A las 11 me tocaba otra dosis.Hubo un momento que me puse muy mal, porque cuando me sentaba, se escuchaba mucho ruido y caía bastante sangre. Cuando llegó la hora de ponerme la última dosis, ya me dolía la garganta y las mandíbulas. Sentía frío y luego la cabeza me comenzó a doler. Fui al baño. A todo esto ya eran como las tres de la mañana. Cuando ella (la mujer que asistió el aborto) fue a ver al baño, había un coágulo de sangre. Ella me dijo: 'eso es'”.

 

Susana también curioseó. “Ella me había dicho que no era que me iba a salir un niño por ahí, sino que iba a ser algo que se podía parecer a una semilla de mamón. Yo no le veía forma, solo un coágulo”.

 

Quince días después de la práctica, Susana asistió a una nueva ultrasonografía pélvica para comprobar que no existían residuos. Quien la atendió le indicó lo que debía decir y hacer: debía decir que estaba embarazada y debía fingir tristeza si no detectaban nada. Le recomendaron, además, evitar a toda costa una clínica con nombre de santos, por el riesgo a ser denunciada ante una eventual sospecha. “Yo no soy católica, ni ando en misa ni nada de eso, así que no tuve ningún reproche hacia mí. Me sentí aliviada”.

 

Entre pruebas de embarazo y ultrasonografías, el aborto de Susana costó 100 dólares. “Aunque a mí me haya tocado quedarme prestando después de mi proceso, aplaudo a esas mujeres que deciden hacerlo. No importa si hay alguien que tenga mejores condiciones económicas. Así como a mí me cambió la vida, así le cambia la vida a cualquiera que se practica un aborto”.

 

“La interrupción del embarazo no debería ser un tema de partidos políticos o movimientos religiosos”

 
 
La directora del Hospital Nacional de la Mujer se ve obligada a defender la actuación de sus médicos en el caso de Claudia, muerta en 2017 después de que su obstetra recomendara un aborto que nadie se atrevió a autorizar. La doctora Adelaida de Estrada se queja de que la ley salvadoreña les ata de manos y “mete en un solo recipiente todas las condiciones, cuando las pacientes y su salud son diferentes”.

 
 

 

Claudia Veracruz Zúniga murió como consecuencia de una patología cardiaca que se le complicó durante su cuarto embarazo. Una condición de la que nunca, en 34 años de vida, había presentado síntomas. Una enfermedad por la que nunca debió de haberse embarazado, pero que nadie le diagnosticó.

Tras un mes y medio de transitar por dos unidades de salud y un hospital, llegó al Hospital Nacional de la Mujer Dra. María Isabel Rodríguez (HNM), el mejor centro de la red pública salvadoreña para atender a mujeres embarazadas. Tenía dificultades para respirar y su cuerpo retenía líquidos en abundancia. La familia asegura que el diagnóstico médico hasta la semana 19 de gestación se limitaba a explicar su deterioro físico por la obesidad.

Cuando los profesionales del HNM detectaron la verdadera causa de sus dolencias, un médico recomendó la interrupción del embarazo. Claudia Veracruz y su familia accedieron. Pero la dirección del hospital decidió trasladarla al Hospital Nacional Rosales, el centro de referencia dentro de la red pública para atender enfermedades cardiacas.

El Faro solicitó esta entrevista a Adelaida de Estrada, directora del HNM, bajo la premisa de que el traslado hacia un hospital que no atiende complicaciones obstétricas había sido equivocado. La funcionaria accedió, y se hizo acompañar de Patricia Martínez, jefa del Departamento de Obstetricia; y Rina Arauz de Amaya, coordinadora del Comité de Morbimortalidad Materna y Neonatal. Las tres doctoras aseguran que en su hospital no se podía hacer nada por ella. “Ya era un problema quirúrgico, cardiovascular. No era algo que se podía hacer en este hospital, aunque viniera el especialista”, responde Martínez.

Para la directora, la muerte de Claudia Veracruz era prevenible en un solo escenario: que ella no se embarazara. “Murió porque tenía una cardiopatía, ya sabemos. Todas las patologías crónicas se agudizan, se ponen más graves a medida aumenta la edad y los embarazos. Ella nunca debió haberse embarazado, debió haber sido esterilizada después del segundo parto. Eso la mató”, asegura.

Antes de cualquier pregunta, De Estrada tomó la palabra para lucir los servicios del hospital. “Es un centro de referencia a nivel nacional de todas las pacientes que están pasando por problemas obstétricos, ya sea por causa materna, mujeres que están embarazadas o en el período de embarazo-parto o cursando con enfermedades de alta complejidad. Ya sea por causa de la madre, como una patología asociada, que puede ser diabetes, hipertensión, desnutrición, lupus. También puede ser por causa fetal. Nuestro objetivo ha sido la búsqueda del manejo integral de nuestras pacientes”.

Esta descripción pormenorizada de las virtudes del HNM nos reforzó la idea de cuestionar por qué, siendo el centro médico especializado en embarazos de alto riesgo, decidieron trasladar a Claudia Veracruz al Rosales.

¿El HNM cuenta con algún protocolo oficial que establezca cómo actuar ante embarazos de alto riesgo?

Adelaida de Estrada (AE): Tenemos un Comité de Patología Fetal, integrado por perinatólogos y ultrasonografistas con competencias específicas en la detección temprana de malformaciones del producto de la concepción. También están ahí trabajadoras sociales, psicólogas, neonatólogos, cardiólogo. Este comité detecta la patología, le da seguimiento, la familia de la embarazada se entera de lo que tiene, preparamos las condiciones hospitalarias, le programamos el parto y tenemos el equipo multidisciplinario listo para el momento de la atención, para programar que ese niño nazca en tal fecha, lo operamos inmediatamente y le damos el alta como un niño sano. No es lo mismo si nos viene al parto sin que nosotros lo hayamos preparado. El Área de Perinatología engloba también a las pacientes que vienen con una dolencia además del embarazo y que viene en riesgo su vida. El obstetra, el perinatólogo, es el que lleva la batuta para el cuidado de la paciente, pero consulta a diferentes especialistas, para un manejo conjunto del problema.

¿Qué pasa cuando la paciente llega sin saber que padece una afección que hace inviable el embarazo?

AE: Si viene delicada, en condición crítica, esté o no embarazada, nosotros la atendemos y la estabilizamos. Habrá casos donde hay un dilema ético. Y este es otro punto: la bioética, que es el sustento que debe de marcar el actuar médico. Cuando hay dilema, los equipos de expertos van a tomar las decisiones técnicas a favor de la paciente.

¿Tiene este hospital un manual de bioética?

AE: Tenemos en pañales un Comité de Bioética. La bioética no es un libro de recetas, así como de cocina; no, es un equipo multidisciplinario de expertos, familiares, una asistencia jurídica y también una asistencia espiritual que discute los casos, porque no hay dos casos iguales.

Pero al final prima que la paciente sobreviva, ¿cierto?

AE: Correcto.

¿Qué significa el concepto ‘Muerte materna prevenible’?

AE: Las muertes prevenibles las vamos a dividir en las pacientes cursando con patología no compatible con el embarazo, las que nunca debieron salir embarazadas. Si tenía una cardiopatía, esta paciente debió de haber recibido una educación previo al inicio de su vida sexual, y debió haber sido esterilizada. El problema es que aquí luchamos contra la cultura. Lo otro es una paciente sana, aparentemente. Ahí es la detección temprana y la intervención para la patología. Es importante que las pacientes tengan un control prenatal completo y de calidad. Ya a última hora no podemos hacer nada. Pero es prevenible por eso.

¿Qué pasa cuando en esa atención temprana se detecta una patología incompatible con el embarazo? ¿Cómo se procede?

AE: Ahí tendríamos que ser específicos con la patología.

Tenemos el caso de Claudia Veracruz, una paciente que, aunque no murió aquí, en este hospital se descubrió que su corazón funcionaba al 29 % de su capacidad. Los médicos concluyeron que lo mejor era interrumpir el embarazo, la paciente accedió, pero fue trasladada al Rosales. Un médico recurrió a su jefa inmediata (Patricia Martínez) para que se instalara un comité, pero el caso no se discutió. ¿Por qué?

Patricia Martínez (PM): Nosotros no tenemos un cardiólogo aquí las 24 horas. Nos valemos del Hospital Rosales. La vida de una paciente con una cardiopatía está en riesgo desde el inicio del embarazo. No podemos proceder a un legrado o a una inducción del parto en ninguna edad de la gestación si la paciente no ha sido estabilizada. Lo que hacemos es coordinar con los cardiólogos del Rosales, ellos nos evalúan y la estabilizan antes de que nosotros podamos intervenir a la paciente.

¿Eso aunque el obstetra que atendió a la mujer haya establecido que podía morir si no se interrumpía el embarazo?

PM: Como les digo, desde el primer día del embarazo era un riesgo para la paciente.

¿No era mejor que el cardiólogo viniera a verla acá? ¿No tiene el HNM las herramientas necesarias para atenderla?

PM: Si es la paciente que creo que estamos hablando, ya era un problema quirúrgico, cardiovascular. No era algo que se podía hacer en este hospital, aunque viniera el especialista. Por eso se trasladó al Rosales, para que ellos hicieran la coordinación con la cirugía cardiovascular y la evaluaran.

¿Ustedes recomendaron la intervención quirúrgica?

PM: No, nosotros pedimos la evaluación del cardiólogo del Hospital Rosales, porque ellos tienen sus propios protocolos para decidir a qué pacientes intervienen. La cardiopatía la paciente no la desarrolló con el embarazo, probablemente venía desde antes. Incluso ya después, con las pláticas que tuvimos con la familia, vimos que el diagnóstico había sido previo al embarazo, pero la paciente no continuó su control hasta que estaba embarazada y consideró que su vida corría peligro.

Quizá no estamos hablando de la misma paciente. Ni ella ni su familia estaban enteradas de la patología.

AE: Yo sí la recuerdo. Nosotros todos los casos aquí los discutimos. Si usted me dice lo que usted recuerda del caso, yo le podría decir. Con nosotros ustedes pueden hablar la veracidad completa. No tenemos otro interés más que sacar bien a las pacientes. Usted, doctora, ¿recuerda el caso?

Rina de Amaya (RA): En el lado humano de la muerte materna, nosotros siempre lamentamos los caso de pacientes que saben que no deben salir embarazadas y que arriesgan su vida por ser mamás. La gran mayoría de las pacientes, se lo aseguro, quieren ser mamás. En el caso de esta señora, si estamos hablando de la misma señora, ella quería embarazarse. El hijo mayor de ella sabía el diagnóstico de su mamá. Ella se quiso embarazar y en el transcurso del embarazo ella quería seguir. Independientemente de eso, la señora tenía una patología que, según el criterio de una persona que nos apoyaba aquí en cardiología, su único tratamiento con o sin embarazo era un trasplante de corazón. Eso no lo podíamos arreglar, sin importar el procedimiento que hubiéramos manejado.

¿Podrían haberle dado más tiempo si se interrumpía el embarazo?

RA: Y para que el país se prepare para hacer un trasplante cardiaco... no sé, no sé. Eso es una suposición, que el país pueda estar preparado para trasplantes de corazón o trasladarla fuera del país, no sé, posible es, pero son cosas que no están en nuestras manos. Esa paciente además tenía un tumor dentro de las cavidades cardiacas. Era un caso bien complicado, con o sin embarazo.

AE: La paciente la ingresan de la consulta externa. La paciente está aparentemente estable. Vienen los médicos cardiólogos, la evalúan y piden que sea transferida al Rosales. Y fue transferida. Acá se le había hecho un diagnóstico de un nixoma, lo que ella tenía era un aneurisma del seno de Valsalva. Es como un corazón flojo, como una bolsa. Nosotros dijimos: “Bueno, la vamos a pasar a cuidados intensivos”, buscando cumplir con los medicamentos para maduración pulmonar, para poder evacuar el producto de la concepción.

¿Nunca se le ofreció la opción de interrumpir el embarazo?

AE: Nosotros no. El doctor, yo sé quiénes estaban en la UCI. Después se calzó un nota ¿me entiende? “Se sugiere”, dijeron. Pero eso ya fue cuando no teníamos a la paciente aquí, ¿me entiende? No es que haya recomendado nada.

La mamá de ella, de hecho, nos dijo: “Si yo estaba ahí en la visita, en maternidad…”

AE: Probablemente fue en otro momento.

La versión de la familia fue corroborada con los médicos que la atendieron. Ella ingresa aquí el 16 de febrero. El doctor dice que le dijo: “Si existiera la posibilidad de hacer esto, ¿usted que pensaría?”. Y dice que ella decidió interrumpir el embarazo. La familia asegura que lo platicó en casa, se pusieron de acuerdo, el esposo vino para firmar lo que hubiera que firmar y se encontró con que no estaba aquí.

AE: Nosotros no tenemos esos datos.

PM: Nosotros tenemos un caso en el que la paciente llegó a término, un caso muy similar, pero con la evaluación correcta de los cardiólogos del Rosales.

¿La misión es siempre llevar a término el embarazo?

PM: La misión es llevar a la paciente en las mejores condiciones al momento del parto.

¿Y cuando eso no se puede?

PM: Cuando eso no se puede, hay que valorar también cuál es el bien mayor.

¿Cuál es entonces la postura del hospital en ese sentido? Es decir, hay especialistas que ya habían hecho una valoración.

AE: La situación es esta, le explico. Usted lo que quiere que le conteste es... Quiero decirle que si vamos a este caso de… [consulta un documento] de... Claudia Veracruz Zúniga, 34 años, tercer embarazo, dos hijos,...

Cuarto embarazo.

AE: Cuarto, con una cardiopatía incompatible con la vida. Entonces, ¿qué es lo que hacemos? Se prepara a la paciente y se lleva a darle la mejores condiciones de atención; no se lleva a término, no se lleva a término. Si una paciente está delicada, maduramos pulmón y evacuamos con el objetivo de preservar la vida tanto del recién nacido como de la paciente.

¿Y en casos en los que no se puede llegar hasta la maduración pulmonar? Por ejemplo, una mujer que entra con cáncer, que está en un tratamiento.

AE: Estamos cambiando de tema.

Sí, para saber cómo actúan. Usted dice que la prioridad es hacer todo lo posible para salvar las vidas de la mujer y del niño. Entonces, en las patologías incompatibles con un embarazo...

AE: Nosotros tenemos una condición legal y respondemos a esa legislación. No hacemos interrupciones del embarazo. Eso es por debajo de las 20 semanas, el aborto. Nosotros mejoramos las condiciones de la madre y del bebé para sacarlos a ambos. Estoy totalmente clara que la interrupción del embarazo es un problema de salud pública, lo tengo claro, es un problema de salud pública y un problema que debe ser resuelto por expertos. Esto no es un problema de partidos políticos, no es un problema de la Asamblea Legislativa. Deben ser expertos clínicos, expertos técnicos a la luz de la bioética, los que deben dar solución a cada caso en particular.

No ha respondido la pregunta de cómo actúa el hospital cuando un tratamiento pone en peligro la vida del embrión.

AE: Ya le dije que tenemos una legislación y se actúa en base a esa legislación. Tenemos un margen en el que usted no puede actuar, casos que deben de resolverse a la luz de la bioética. Menos mal que no nos vienen muchos. Sí lo interrumpimos cuando se considera que ya el producto de la concepción ha alcanzado la viabilidad extrauterina.

 

Dice que es un tema que debe ser discutido por expertos, y ustedes son expertas. ¿Se sienten como médicos y como hospital atados de manos con la legislación?

AE: Considero que el país... considero que este es un problema de salud pública. Eso lo tenemos claro. Deben darse soluciones éticas y médicas, y todos los casos deben ser individualizados. Si la pregunta concreta suya es si esa ley favorece o no esta condición, por supuesto que no favorece. Esa ley simplemente lo que ha hecho es meter en un solo recipiente todas las condiciones, cuando nuestras pacientes y su salud son diferentes; cada caso no se puede comparar con otro.

Por eso le preguntamos si se sienten atadas, frustradas, porque saben el trabajo que tienen que hacer.

AE: Deben de normarse estas condiciones a fin de que la población... Yo, como Adelaida y como médico, no le hago una interrupción del embarazo. Yo, por ninguna causa, pero eso es un punto de vista personal.

¿Ni aunque la vida de la madre esté en riesgo?

AE: No, permitame... Lo que debe primar no es un interés personal ni una convicción religiosa, ni de ningún otro tipo. Se debe normar para un país, se debe normar para la salud pública y debe de ser el equipo médico experto con la familia, con apoyo jurídico si quiere, con su apoyo espiritual, quienes deben asumir la condición que la paciente requiera y acepte. Eso es lo correcto, eso lo que se hace en todos los países del mundo.

Por eso la pregunta sobre si están convencidas de que debe actuarse de cierta manera, pero hay una ley que...

AE: Debe hacerse lo correcto, debe hacerse lo correcto.

Lo que están diciendo entonces es que son conscientes que deben hacer lo correcto, pero la legislación actual no lo permite en algunas ocasiones.

AE: Eso es... Hay que hacer lo correcto. Salvar la vida de la paciente es nuestro deber; eso hacemos todos los días. Entonces, con respecto a qué opinamos de esa ley, de esa normativa, yo le digo que debe ser revisada y elaborada por expertos, despojados de todo criterio o convicción particular. La interrupción del embarazo no debería ser un tema de partidos políticos o de movimientos religiosos. Esto es un problema de salud pública, y así debe verse y darle una solución.

Volviendo al caso de Claudia Veracruz, ¿por qué no se discutió en el comité, con la familia?

AE: Habría que preguntar al doctor por qué no trajo el caso en el momento.

Él hizo la petición a su jefa directa, pero se optó por trasladarla al Rosales.

AE: No, eso no es cierto. Lástima que ahora no está el médico porque, si estuviera, se lo llamaría.

En su opinión, ¿por qué murió Claudia Veracruz?

AE: Murió porque tenía una cardiopatía. Ya sabemos que todas las cardiopatías, todas las diabéticas, todas las patologías crónicas se agudizan, se ponen más graves a medida aumentan la edad y el número de embarazos. Claudia Veracruz nunca debió haberse embarazado, debió haber sido esterilizada después del segundo parto. Eso la mató.

¿El comité del hospital ha aprobado algún caso de interrupción del embarazo antes de que llegue a la maduración pulmonar?

AE: No, mire, nosotros no lo hemos... Tenemos como equipo dos años y hemos logrado bajar la mortalidad.

Cuando usted entró a la administración del hospital, ¿encontró algún precedente de cómo actuar en embarazos de alto riesgo? Le preguntamos esto a partir del caso Beatriz, porque el comité pretendía que sirviera de precedente sobre cómo actuar.

AE: ¿Cuál comité?

Se armó un comité con el perinatólogo que la atendió, el director del hospital... 15 especialistas en total. Tenemos nombres, documentos y firmas de todos los que participaron en el comité en 2013.

AE: Voy a repetir otra vez: a la luz de la bioética, no se pueden meter todos los casos en un solo recipiente. Cada caso se debe individualizar. El comité médico hace las recomendaciones pertinentes para cada caso, siempre en la búsqueda del bien de la paciente.

¿Quién decide al final entonces?

AE: El comité médico.

¿Pero quién decide qué caso va o no al comité?

AE: Los equipos médicos. Hay equipo médico en emergencia, en perinatología, y ellos dicen: “Este caso solicito discutirlo con el equipo”.

Sólo para tenerlo bien claro, porque usted dijo que habíamos dicho cosas de Claudia Veracruz que no eran del todo ciertas: los médicos pidieron que el caso se elevara al comité...

PM: No se solicitó la convocatoria al comité técnico. Como dice la doctora, hemos tenido que revisar el expediente posteriormente por múltiples causas, y ahí nosotros vimos la recomendación de uno de los médicos.

Ustedes dicen que ella murió porque no debió haberse embarazado en su condición y porque debió haber sido esterilizada. Cualquiera podría entenderlo como que ella tuvo la culpa porque no previno su embarazo.

PM: Nuestra población no tiene la cultura de una preparación preconcepcional, y eso es lo que hace la diferencia con la paciente privada. Ella llega porque se quiere embarazar. A nosotros en el sistema de salud público nos llega ya embarazada y si sabe que tiene una condición de base, muchas veces hasta atrasan el inicio de sus controles prenatales para no descontinuar algún medicamento que tienen indicado.

Entonces, ¿ella tuvo la culpa?

PM: No tenemos esa cultura. Realmente nuestra población no tiene la cultura de una preparación preconcepcional. Si a ella la hubieran intervenido antes, o el trasplante, no sabemos qué opción habría tenido, pero el embarazo se hubiera preparado en mejores condiciones.

AE: Yo quisiera suplicarles que no se vaya a mencionar esa frase: que ella es la culpable. No, no, eso es muy peligroso. No lo pueden ni mencionar. Ella fallece por una patología cardíaca que debió haber sido tratada, verdad, primero detectada a tiempo y tratada a tiempo. Segundo, debemos educar a nuestra población, en general, porque no es el médico, ni el inspector de saneamiento el responsable de que esa paciente vaya o no vaya a su control. Debemos de educar, hay que educar, hay que formar conciencia, porque los pacientes deben de ser sujetos de su condición médica y no objetos.

¿Qué se hace entonces con el deseo de estas mujeres que quieren ser madres?

AE: Habría que explicarles sus riesgos. ¿Cuál es el tercer principio de la bioética? El primer principio es el de beneficencia, hacer el bien en todo lo que hacemos. El segundo principio es el de no maleficencia, no provocar el daño. Y el tercero, que en muchos países es el primero, es el principio de autonomía, que al final es el paciente el que decide. Entonces, tenemos que respetar si ella quiere tener hijos o no, basado en un consentimiento informada de los riesgos que va a enfrentar. Y el cuarto que es el principio de justicia y equidad sanitaria.

RA: Sólo para terminar: la palabra, por favor, no la ocupe por lo que la doctora decía: ella estaba en todo su derecho de querer embarazarse, no es que ella tenga la culpa. Ni nosotros tenemos la culpa de que ella se haya embarazado por no haberse... es lo que ella decidió con su cuerpo, con su vida.

AE: Yo creo que para ganar tiempo, y para ganar nosotros en educar, tenemos que hablar sobre los casos en sí, las patologías en sí, hablemos sobre cardiopatías, qué es lo que hay que hacer con las cardiopatías, hablemos del lupus, sobre la obesidad, sobre la diabetes. No vamos a venir a hablar del caso de Julia Pérez porque eso nos reduce el panorama.

Claudia Veracruz marca un patrón: sin el bachillerato completado, de bajos ingresos económicos, alguien a quien nadie le explicó que el problema era su corazón, que le dijeron que estaba obesa.

PM: Hay clínicas de alto riesgo reproductivo en todas las unidades de salud. En todas las maternidades de los hospitales se refieren a las pacientes y es una consulta de las que tienen mayor índice de ausentismo por parte de las pacientes. Por lo mismo que le digo: no tenemos esa cultura de preparación del embarazo.

RA: También hay clínicas de riesgo preconcepcional...

PM: ... que ni siquiera en nuestro hospital de tercer nivel podemos decir que tenemos un alto índice de cobertura. Las pacientes no asisten. En esas clínicas le pueden hacer todos los estudios, ven en qué condición está su enfermedad, prepararla y decirle que en este momento sí puede lograr un embarazo.

Dijo que tenía claro que esto era un problema de salud pública. Si la Comisión de Salud de la Asamblea llamara a la dirección del HNM y le preguntaran si bajo alguna condición se pudiera interrumpir un embarazo…

AE: Yo quisiera pedirle que no me exija una respuesta. Si la Asamblea llamara a los expertos, que es lo correcto, entonces la postura la daríamos en ese momento, porque no podemos estar hablando en hipotésis.

“Pareciera que al embarazarse una mujer pierde el derecho a la vida y lo adquiere solo el feto”

 
 
El doctor Guillermo Ortiz atendió el caso de Beatriz, forzada en 2013 a prolongar su embarazo y dar a luz a un feto sin cerebro que murió a las cinco horas de nacer. Aquello le cambió la vida. Desde entonces, sabiendo que arriesga su reputación, va abiertamente contra la norma e impulsa un cambio en las leyes sobre aborto en El Salvador.

 
 

 

Guillermo Ortiz es un médico perinatólogo: un especialista en embarazos riesgosos, ya sea por complicaciones en la salud de la madre o del feto. Se formó y trabajó por más de 20 años en el Hospital Nacional de la Mujer. En 2013, algunos de sus colegas y organizaciones antiaborto empezaron a acusarlo de ser “abortista” y “mata niños”.

Los señalamientos fueron resultado de recomendar a su paciente la interrupción del embarazo. Su paciente se llamaba Beatriz, una joven que gestaba un feto que no había desarrollado cerebro y que no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir fuera del útero. Beatriz además padecía Lupus, y por ello su parto era considerado de alto riesgo. La joven salvadoreña terminó convertida en un símbolo de cómo la legislación salvadoreña lleva hasta el extremo la prohibición total del aborto.

Un mes antes de atender el caso de Beatriz, el médico vio morir a una joven de 17 años con insuficiencia renal a la que no le pudo interrumpir su embarazo. El miedo a la ley que castiga el procedimiento fue el principal impedimento.

“Ese caso me conmovió mucho porque el papá era muy insistente en que buscaran la terminación del embarazo porque sabían que se podía morir su hija. Pero la madre y ella son las que se negaban por el temor de irse presas”, recuerda. “Ver al papá llorando sobre el cadáver de su hija diciéndole ‘¿por qué no me hiciste caso?’ nos impactó de una manera tal, a todos los que estábamos ahí, que dijimos: si viene otro caso parecido, hay que hacer algo, porque no puede ser que se estén muriendo las mujeres”. 

Guillermo Ortiz llegó al hospital de Maternidad en 1994, como estudiante de medicina. Fue ahí donde concluyó su formación y se especializó. Cuatro años después, en 1998, El Salvador prohibió el aborto absolutamente: incluso en los casos en que el embarazo sea producto de una violación; incluso si la violación es contra una niña; incluso si la ciencia certifica que el feto no puede sobrevivir fuera del útero… incluso si hay muchas posibilidades de que la madre muera en el parto. 

Previo a la reforma, dice, procedimientos como el que no pudo ofrecerle a la muchacha de 17 años se hacían sin ningún tipo de reparo. En enero del 98, cuando la reforma entró en vigencia, sin embargo, a todos se les repartió un memo en donde se les informaba que, a partir de cierta fecha, era ilegal actuar según lo aprendido.

El doctor Ortiz hizo frente a las críticas que buscaban terminar con su carrera: desde que atendió el caso de Beatriz se ha convertido en un vocero por la despenalización el aborto.

Usted es conocido como “el médico de Beatriz”, pero en un país con una ley tan restrictiva como El Salvador respecto al aborto, no es difícil imaginar que ella no fue la primera paciente a la que intentó salvarle la vida por un embarazo inviable.

Quizás el caso que me marcó y me terminó de impulsar para llevar este camino fue el de una joven de 17 años que tenía una enfermedad renal. En una mujer joven es bien delicado. Es una adolescente, pero ella tenía muy claro que si se embarazaba tenía un riesgo altísimo. Sin embargo, de cada dos embarazos, uno es no planeado, porque las mujeres no tienen acceso a contraceptivos, no tienen información, porque no hay educación sexual en las escuelas y se embarazan. Esta chica, al enterarse de que estaba embarazada le da mucho temor, se lo cuenta a sus padres y ellos quisieron buscar la alternativa de terminarlo clandestinamente aquí en el país. Encontraron a alguien pero les dio miedo de ir a la cárcel. Por su enfermedad, seguramente después iba a necesitar asistencia médica y creía que la podían denunciar. Ya complicada, con 19 semanas, me llega a mí al hospital, inflamada de todo el cuerpo, con una falla renal aguda, con un embarazo que es inviable a esa altura. Y a los dos días de estar ahí, fallece. El producto que llevaba adentro igual fallece. Ese caso me conmovió mucho porque el papá (ella era su única hija), era muy insistente en que buscaran la terminación del embarazo porque sabía que se podía morir su hija. Pero la madre y ella son las que se negaban por el temor de irse presas. En ese caso, para mí, la ley la mató. 

Usted estaba legalmente atado de manos.

Aunque ella quiera abortar, pero tiene temor por lo de la ley, entonces ya le mete también al médico el temor de que si se llegan a dar cuenta, igual él va a ir procesado. Ya eso genera que ni uno ni el otro se animen a hacerlo. Estos casos no deberían siquiera discutirse. Se decide y se hace. Y seguramente esta joven estuviera viva. Fue un caso muy duro porque me impactó ver al papá llorando sobre el cadáver de su hija diciéndole "¿por qué no me hiciste caso?" Nos impactó de una manera tal, a todos los que estábamos ahí, que dijimos: si viene otro caso parecido, hay que hacer algo, porque no puede ser que se estén muriendo las mujeres. 

¿En qué año ocurrió esto?

En 2013. Y justo a los pocos días de su muerte llegó el caso de Beatriz. La fui a ver al Hospital Rosales y me dijo: “doctor, ayúdeme. En el embarazo anterior casi me muero, y si este hijo mío no va a vivir, ayúdeme. No me quiero morir, tengo un hijo pequeño”. Me la llevé al Hospital de Maternidad y encontré muy poco eco entre los compañeros cuando les dije que discutiéramos el caso y viéramos cómo podemos ayudarle a esta joven para que no pusiera en riesgo otra vez su vida. Y todos me dijeron que no, que eso es ilegal, o “no, porque eso va en contra de la religión”. Incluso, hubo uno que me dijo: “No te metás en líos, dejala que le pase lo que le tenga que pasar”. Un médico que es “próvida”. Pero como mi preocupación era grande, hablé con el director del hospital y con el abogado. Y fue que comenzamos a hacer todo el trámite para ver si se podía dejar un camino para que estos casos después no tuviéramos que estar arriesgándonos. Ese es un caso nada más. Esa fue la historia de cómo llegamos hasta el proceso judicial de llevar a la Corte Suprema de Justicia el caso, de solicitarlo ante los jueces. Desafortunadamente, no lo entendieron los magistrados.

¿Encontró apoyo en sus superiores?

Sí, cuando teníamos casos difíciles, se tenía un comité donde todos opinaban y todos autorizábamos y dábamos una recomendación. En ese caso, las casi 20 personas, entre anestesiólogos, intensivistas, ginecólogos, todos estuvimos de acuerdo en que la joven lo ameritaba. 

Si el comité dentro del hospital estaba de acuerdo y sabía que estaban contra el tiempo, ¿por qué no solo tomaron la decisión de interrumpir el embarazo?

Lo que sucede es que dentro del comité está el abogado, quien vigila que las acciones y decisiones que toma el comité estén dentro del marco de la ley. Y justamente fue él quien nos dijo: "doctores, ustedes están ahorita proponiendo cometer un delito. Y yo soy el responsable de decirles que ustedes no lo pueden hacer". Y él, claro, está enmarcado dentro de su rama. Pero el director le dijo: "Bueno, su misión ahorita es buscar las formas de que esto se haga legal”. Y fue donde él empezó a hacer consultas con el juez de familia, con la fiscalía, con derechos humanos, pidiendo apoyo de cómo hacerlo. Y esto era porque ya habíamos tenido varios casos similares. Para cuando llegó Beatriz, dijimos: “Hay que pararlo. No puede ser que estemos permitiendo que las mujeres se nos mueran teniendo todas las herramientas y la ciencia para evitarlo”. Pero, obviamente, el contexto laboral de los hospitales públicos se da dentro del respeto a los protocolos y leyes por ser instituciones públicas. 

¿Qué dice el protocolo que hay que hacer en estos casos?

No hay ningún protocolo para la interrupción del embarazo. Como no es legal no se hace. Entonces, no hay una forma de accionar. Y es por eso que quisimos buscar el camino para después crear el protocolo para proceder en estos casos. Y, por supuesto, siempre es bajo un estudio médico, la opinión de varios especialistas y después se le ofrece la opción a la mujer. En el caso particular de Beatriz, ella era quien lo solicitaba insistentemente. Vinieron más casos, desafortunadamente tuvieron malos resultados. Nosotros sabíamos qué hacer pero no se pudo. Incluso, el temor es más de la mujer de irse presa que de los médicos. Muchas veces se les hacía entender que era necesario que accedieran para buscar la manera de hacerlo. Pero las mujeres saben que de los hospitales mismos las denuncian. Entonces, ellas se ponen a pensar en que ellas dicen que sí, pero nadie les asegura que no se van a ir presas. Es bien complejo, porque a veces se les quiere ayudar, pero la misma criminalización hace que aunque la mujer sepa que es lo correcto, que es un beneficio para su salud, no lo haga. 

¿La única opción de los médicos es cruzarse de brazos?

El problema acá es que, aún sabiendo nosotros que la mejor opción es la interrupción de la gestación, ofertarlo también puede considerarse como una inducción al cometimiento de un delito. Ni siquiera podemos ofrecerlo como opción. Es bien complicado cuando en los libros de texto -yo también era docente de la Facultad de Medicina- se llega al apartado del aborto terapéutico y los estudiantes preguntan: “Mire, ¿y esto por qué no lo vemos?” Y nos toca decirles que de esto no se puede hablar, porque esto es prohibido. Entonces, también en ese ámbito estamos negándole el conocimiento a los estudiantes o a los futuros médicos y también le negamos tecnología apropiada a las mujeres para que tengan tratamientos modernos y seguros en el caso de los embarazos ectópicos. Hay tratamientos actuales que no necesitan operarse. Se usan medicamentos y funden el embarazo que está mal implantando y ni siquiera se operan. Pero eso no se puede hacer porque la ley no deja, ni tampoco hacer una laparoscopía. Mientras el embrión esté vivo, nadie se anima a tocarla. Hasta que la mujer esté desangrándose a punto de morir. Es esa línea delicada y estrecha, bien fina, entre la prevención y el daño, la que se está saltando. Que casi siempre va hacia el daño. 

Esto es, cuando menos, un dilema ético. Ustedes toman un juramento cuya misión, entiendo, es evitar que mueran sus pacientes.

O que sufra daño, el principio del médico es prevención del daño. Porque cuando usted ya trata un daño, la probabilidades de recuperación son mucho menores. Por ejemplo, si alguien le identifica que tiene un aneurisma en la cabeza que se le va a romper, se le opera antes de que se rompa. O si alguien tiene la probabilidad de sufrir un infarto, le hacen antes un bypass. No hasta que esté el infarto porque la probabilidad de que se complique es mayor. Acá es lo mismo. Sabemos que ese embarazo ectópico se va a romper, va a sangrar y va a ser el equivalente casi a una herida por arma de fuego, pero no hacemos nada por prevenirlo, porque la ley está de alguna manera poniendo ese obstáculo. Existe temor de las mismas mujeres a ser intervenidas y de los médicos a hacer la intervención. Como usted bien dice, no solamente es un problema legal, sino que hasta moral y ético. 

Es una decisión entre la vida de la paciente o su licencia para seguir ejerciendo como médico.

Eso afecta emocionalmente a un médico, saber que pudo haber hecho algo que estuvo en sus manos, que sabía lo que tenía que hacer, pero no lo hizo por la ley y esa mujer murió. Se me murió porque yo no lo hice. Pero no es porque no lo quisiera hacer. Nadie quiere ser el primero en ser procesado. 

Hay propuestas legislativas que buscan incrementar las penas de cárcel en estos casos.

No puede ser que un grupo de legisladores no entiendan que esto no se trata de religión, no se trata de moral, sino de salvar vidas, de legislar para salvar vidas y para prevenir daños en las mujeres. Y tampoco entienden que no se busca obligar a las mujeres a abortar sino de poder decirle a una mujer cuando tiene una enfermedad o una patología durante el embarazo: “Mire, usted puede recibir este tratamiento, este otro, o puede no recibir nada y se puede complicar. O puede interrumpir. ¿Cuál de esas opciones usted quiere?” Y entonces ella puede, con toda su autonomía y derecho, decidir lo que quiere. Al momento lo único que se le puede ofrecer es: aguántese y ojalá que el tratamiento le vaya a salvar la vida. Esta ley afecta a las mujeres más desposeídas. Las muertes que se dan por no haber podido interrumpir el embarazo son en las mujeres más pobres. 

¿Actualmente hay mucha vigilancia de parte de las autoridades, se reparte un memo a manera de recordatorio...?

El personal de salud se puede amparar en el secreto profesional y debería de hacerlo, pero la misma ley de la penalización del aborto confunde al prestador de servicios. El mensaje que está dando el mismo sistema judicial es ese: denuncien. Mientras la ley esté de esa manera, va a ser bien difícil... Porque dentro de su percepción, si el médico lo denuncia cree que ya cumplió con su parte, tanto judicialmente como moralmente. Porque señalar a una mujer que ha cometido un aborto es "bien visto" moralmente, porque vino y “qué bárbara cómo mató a su hijo”... Entonces, lo mismo pasa con el médico: si usted le ayuda, si la cubre, le dicen que es abortero, lo estigmatizan y lo señalan los mismos compañeros, y se lo digo porque a mí me sucedió muchas veces. Ya me tienen señalado y me dicen "vos matás niños; Herodes..." y le empiezan a decir a uno todos los epítetos que a usted se le puedan ocurrir que me han dicho. Pero no ven que una mujer se salva. 

Cuando usted entró al hospital, en 1994, todavía era legal la interrupción del embarazo en las tres causales básicas.

Viví la época hasta el 98. Llegaba un embarazo ectópico y se resolvía. Después viene el cambio de la ley y recuerdo perfectamente que enviaron un memorándum. En donde decían: si usted está frente a una mujer que sospecha que ha realizado un aborto, tiene que hacer la denuncia y hable a este teléfono. Fue un memorandum que se giró para todos los hospitales. Pero también uno dentro de los hospitales tiene que respetar protocolos y si ahora el protocolo es este y la ley dice esto, ni modo. Hay que hacerlo. 

¿Qué pasó con el protocolo que existía cuando era legal?

No había un protocolo. Simple y sencillamente se actuaba, no había ni complicación de decirlo. Si lo necesitaba se hacía, no había ni siquiera el estigma. Después cuando viene lo de la ley comienza eso a moverse. 

Y entre sus compañeros, ¿cómo fueron las reacciones, a favor, en contra? ¿Cómo paso de interrumpir un embarazo un día y, a la mañana siguiente: “no puedo hacerlo porque es prohibido”?

Fue parte de las razones por las que mandaron ese memorándum, porque el Ministerio de Salud sentó postura: ahora la ley es esta y hay que respetarla. Entonces es donde incluso empiezan a modificarse las temáticas de las clases dentro del hospital, en donde ya no se incorporaban algunos temas que tenían que ver con esto. Hubo una contraparte que empezó a trabajar el secreto profesional y de alguna manera lograba reducirse bastante la denuncia, pero si no es un trabajo constante luego vuelve la denuncia, y sigue dándose. Pero no fue inmediato. Realmente fue más fuerte del 2001 en adelante cuando empezó a sentirse esa criminalización más fuerte. 

¿Por qué le tomó tanto tiempo manifestar públicamente su desacuerdo con la ley?

Me he preguntado muchas veces por qué no lo hice antes. Cuando hay una directriz institucional uno dice: bueno, ahora está protocolizado, no se va a hacer y uno comienza a ver tan frecuente que las mujeres se complican que cree que es normal. Tarda un tiempo en sensibilizarse, porque yo le digo a los compañeros que vemos tanto sufrimiento tan frecuentemente que nos anestesiamos, mentalmente estamos en una meseta, congelados, creyendo que esa es la normalidad. Pero llega un punto, usualmente desencadenado por un caso en el que uno dice: "hey, esto no está bien. Aquí esto no tuvo que haber pasado". Pero eso tarda, en algunos va a pasar en otros no va a pasar nunca, van a seguir pensando que esa es la forma con la que se tiene que hacer medicina y esa es la forma de hacer bien las cosas. 

De hecho, parte de lo que el gobierno presenta como logros es que cada vez hay menos muertes maternas.

Una sola mujer que muera es suficiente para que cambie una ley. No necesitamos que sean 100. Incluso, no necesitamos que haya una muerte, suficiente con que una mujer se haya expuesto al riesgo de morir, porque eso le deja secuelas físicas por haber perdido tanta sangre, sus riñones lo resienten. Lo que no vemos, y que es más frecuente, es la cicatriz emocional que le deja a una mujer que estuvo a punto de morir  debido a una condición de actuar médica por la ley. Esa es una sensación que se va a quedar en la mujer para toda la vida. Y detrás de cada mujer que ha arriesgado su vida en estos casos, hay una familia: están hijos esperándola, un esposo, la mamá cuando son menores. Entonces, el drama que vive cada una de estas mujeres que está arriesgando su vida, no es médico, es un drama social, familiar, comunitario, que a veces desde la perspectiva médica no lo vemos. 

De esa normalización es que viene entonces eso de llevar a la mujer al extremo.

Incluso hay colegas que dicen que mientras el latido esté ahí es vida y hay que mantenerla lo máximo que se pueda. Pero no está pensando en la mujer. Pareciera que el artículo 1 de la Constitución, que es el derecho a la vida, lo pierde una mujer cuando se embaraza y lo adquiere solo el feto, porque entonces está enfocado en el derecho a la vida del feto. Ese conflicto que hay entre dos derechos es el que tiene que legislarse. Y tiene la obligación la Asamblea de hacerlo en estos casos cuando hay conflicto y colisión de dos derechos institucionales, el de la mujer y el del feto. Y ahora le han tirado la pelota al personal de salud. Nosotros no podemos legislar ni decidir en esos casos. 

El criterio médico es claro.

Es que desde el punto de vista médico no hay discusión. Científicamente probado, los organismos internacionales lo apoyan. No hay ningún argumento científico que diga que no en casos de riesgos de salud y vida de las mujeres. Los que se hacen llamar “próvida” se van al otro lado y se saltan de la discusión de salud y vida a la interrupción voluntaria de la gestación del embarazo. Que eso habrá que discutirlo más adelante cuando la sociedad vaya madurando. Pero en este momento no es la discusión la interrupción voluntaria. La discusión es salvar vidas de mujeres. 

Si los médicos saben que es un procedimiento adecuado para salvar una vida, ¿quién denuncia?

Casi nunca se logra saber quién es, porque la denuncia es prácticamente anónima, y la gran mayoría de casos que yo vi en el Hospital Nacional de la Mujer, venían referidos de otra unidad de salud donde ya venían denunciadas. Entonces, ya no se podía hacer mayor cosa. De ahí mismo yo le puedo decir con mucha seguridad que del Hospital Nacional de la Mujer es muy poco o casi nada lo que se ha denunciado. Por ser un hospital de referencia en donde la consulta espontánea es bien poca, ya llegan con una denuncia hecha.

En el caso de Beatriz muchas de las voces en contra de que pudiera abortar decían que si ella ya sabía que estaba enferma, ¿por qué se embarazó?

Después de su primer parto yo le recomendé que no se volviera a embarazar porque corría riesgo de fallecer y le ofrecí que se esterilice. Pero para ese momento el hijo que tuvo estaba debatiéndose si iba a subsistir o no. Y estadísticamente si no se aprovecha esa oportunidad, después es muy difícil que la mujer vuelva a acceder, porque va con un niño prematuro a cuidarlo a su casa. ¿Cómo va a ir ella a una unidad de salud y a buscar quién le va a cuidar al niño para ir a esterilizarse. Y después también viene parte de la presión que hace la pareja, que es el otro lío. Que no quiere decir que este sea el caso, pero suele suceder. Hay casos terribles, de agresiones físicas a las mujeres porque les encuentran las pastillas, las inyecciones. Dentro del contexto del machismo eso significa que ella está con otro. Quien sale perdiendo es la mujer. Si se embaraza se arriesga y si planifica la maltratan.

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Coordinación   Laura Aguirre

Investigación   María Luz Nóchez y Laura Aguirre

Fotorreportaje   Víctor Peña

Guion y Videos   Carla Ascencio, María Luz Nóchez 
y Óscar Luna

Diseño   Andrea Burgos

Desarrollo   Daniel Reyes

Edición  
Ricardo Vaquerano,
Daniel Valencia y José Luis Sanz